domingo, 21 de agosto de 2011

Un beso, sólo un Beso y un Abrazo

A Kelly’s G. S., quien dibujo mi niñez.

Aquel día el sol lanzó miradas que cegaban. El viento se deslizó por entre las rendijas de las paredes y por la puerta cerrada, llenando la sala de un murmullo suave y caliente. Mami como acostumbraba nos enceró bajo llave en la casa de tablas que alquiló durante algún tiempo. Después de sentir el mordisco final del candado, y  sus pasos alejarse de la puerta, nuestros corazones dejaron de temblar.
En las horas en que se ausentaba éramos como pájaros estáticos en cielo diurno que creen ser estrellas y se sienten libres, felices y no tienen que hablar, caminar, realizar las tareas bajo las órdenes, los gritos y golpes de nadie. En ese momento la casa era nuestra: sólo para mi hermana y para mí. Por eso, la poníamos patas arriba, la desordenábamos de tal manera que únicamente quedaba huella del nuevo hogar; claro, hasta el regreso de nuestra madre. Algunas veces mi hermana era la mamá y yo el papá; sufríamos porque si había para el arroz de piedra y para la carne de hojas verdes, no había para la leche de agua que alimentaba a nuestros tres niños de trapo. Otras veces pasábamos de la disputa siendo contrincantes eternos en la escondida, la peregrina, las chinas, el yoyó o en el balero, al apoyo incondicional siendo los mejores cómplices en las rondas, los programas de televisión y las canciones. Disfrutábamos utilizar la ropa y el maquillaje de mami para representar a las reinas, el público y el jurado del reinado de belleza.
Sin embargo, ese 8 de abril de 1992 no hicimos nada de eso, las patas de la casa estaban intactas. Por algunos minutos, nos sentamos frente al aburrido televisor: estaban dando el noticiero. Al no quedar duda de que mami había desaparecido fuimos en busca de nuestro tesoro. Lo guardamos en la cueva secreta: un hoyo que mi hermana hizo debajo de su cama. El tesoro era una bolsa llena de huesos, recolectados en el ir y venir del colegio,  y una alcancía, hecha por nosotros, repleta de monedas y billetes. Un mes nos llevó reunir tanto lo uno como lo otro, no obstante el dinero exigió un esfuerzo gigante: no gastábamos nuestra plata de merendar en el recreo y, con la condición de que guardaran el secreto si no querían que nuestra madre emputadísima nos pintara a punta de rejo, le pedimos ayuda a cada uno de nuestros profesores con la excusa de que, de no colaborarnos moriríamos de hambre. Todo salió perfecto y allí estábamos recogiendo nuestro esfuerzo.
La bolsa de huesos era para cambiarla en La Tintilililla por bocadillo, esa barra roja y azucarada. La Tintilililla era una carreta de madera conducida por un señor canoso, de ojos saltones, que ofrecía un montón de objetos de plástico y bocadillo a cambio de hueso, hierro, aluminio, cobre, oro, entre otros. Ese bocadillo lo utilizaríamos como provisión inicial para nuestra gran odisea. La alcancía hinchada de dinero la utilizaríamos para comprar comida más pesada y un barco, que nos llevaría a la tierra muy pero muy lejana,  donde se ríe hasta reventar y los animales, las plantas y todas las personas son nuestros amigos. Para no levantar sospechas no cargaríamos con nada, excepto con la ropa que lleváramos puesta. El único inconveniente era que, desde nuestra primera visita a la playa, mi temor al mar no desaparecía. Para resolverlo mi hermana dijo que no me alarmara porque jugaríamos a la gallina ciega, de esta manera mis ojos se mantendrían cubiertos en todo el transcurso del viaje.
Mi hermana siempre fue buena para las matemáticas. De modo que ella se encargó de contar el dinero y yo, al escuchar los repiques del hierro de La Tintilililla entrando en nuestra calle, me puse en marcha colándome por la puerta de escape que habíamos construido en una esquina del patio. Sólo demoré un minuto, así que, con su supervisión, la ayudé. Estuvimos tan entretenidos en nuestro quehacer que la cuenta terminó en par patadas. Nos pusimos de pie con la intención de decirle adiós a la casa, pero nuestros ojos chocaron con una sombra que tapaba la entrada de nuestro cuarto. Tenía aire de estar allí desde hacía mucho. Cuando logramos identificar al fantasma casi desmayamos, nuestros corazones temblaban, sudábamos frío y yo casi me orino: era nuestra madre. Me froté los ojos pero, seguía ahí, imperturbable.
Nunca entendí lo que pasó. No escuchamos el chirrido de la puerta y, además, si siempre regresaba en la noche por qué justo ese día se apareció antes de tiempo. Nos imaginamos lo peor. Yo, con la mirada, le dije a mi hermana que ahora si nos mataría a golpes. Aunque, lo verdaderamente fatal para nuestras vidas fue la desilusión de ver nuestros planes derrumbados. Mami avanzó sigilosa hasta nosotros; su rostro duro, incuestionable, amargo, a medida que daba un paso más iba cambiando. Al estar frente a nosotros se dirigió a mi hermana y en tono manso, cariñoso, desconocido, le pidió explicaciones. Mi hermana le dijo, con voz ronca y temblorosa, que teníamos ese dinero gracias a los profesores y porque ahorramos nuestra plata de merendar. Mami preguntó: Para qué. Mi hermana respondió que para regalársela a ella en el día de las madres. Se arrodilló ante nosotros. Cerré los ojos esperando su severo puño. Pero para mi sorpresa nos abrazó y nos besó las mejillas con tanta ternura que ahora recuerdo exactamente como su piel rozó mi piel; fue la primera y única vez, al menos hasta donde la memoria me deja, que nuestra madre nos untó con su cuerpo y labios húmedos. Se apartó bruscamente, tomó el dinero y dirigiéndose a la salida dijo: ¿No les importa que lo tome antes de tiempo, verdad? Al menos, servirá para una semana.
Mami, al anochecer, sin solicitar ayuda, preparó una pomposa cena y ordenó cepillarse los dientes, orar y dormirse; mi hermana y yo, en medio de la oscuridad de nuestro cuarto, nos oímos respirar, el sueño se había enemistado con nosotros. Me paré de la cama y caminé hacía la de ella. Moviéndose suavemente me invitó a acostarme a su lado. Agarrados de la mano sentimos el mudo sollozo de la noche huérfana. Como un relámpago acarició mi cabello y mejilla y susurró con su voz de amanecer: Llorar no vale la pena porque mañana desarmaremos la casa.  Acerqué mi boquita de entonces a su oreja: Cómo así, ¿La pondremos patas arriba como siempre? No, no, replicó en tono aún más suave, la destruiremos para construir con las tablas, los palos y el techo nuestro barco. Apretamos nuestras manos como atardeceres casi muertos pero hermosamente coloreados. Se escucharon apacibles nuestros corazones, se entrelazaron nuestros cuerpos; nos unimos tanto que cualquiera hubiera jurado que los niños debajo de la colcha remendada eran siameses.


Por Juan Manuel González S.

5 comentarios:

  1. esto es lo mejor que tiene el coloquio. simplemente literatura de la sencilla, "la sencillez es la madurez".

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  2. Ray desde su casa en C.5 de septiembre de 2011, 11:32

    ¡Que no se note tanto que eres mi pupilo, Juan Manuel!

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  3. Este trabajo fue enviado al concurso Angel Ganivet de este año, a pesar de no ser inédito (puesto que está publicado en este blog) Fue preseleccionado, pero me di cuenta de la publicación y lamentablemente fue descalificado por este motivo (lamentablemente, porque es un buen texto que tenía posibilidades). Coloco este mensaje para que quede como precedente: cuando en un concurso se piden inéditos, se refiere a cualquier forma de publicación y si el jurado precalificador es suficientemente serio, pues revisa en la medida de lo posible si el texto es realmente inédito
    Tanya Tynjälä
    Jurado precalificador del concurso internacional Angel Ganivet

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  4. Juan Manuel González Sequeda21 de septiembre de 2011, 9:45

    Ayer, acompañado de una atmósfera de clímax cursi de película de terror, me enteré de la desdichada noticia. Sólo Rafa y quienes estaban en los otros computadores saben cuánto grité en su café Internet. Me pregunto con voz ahogada,porque puede ser inerte esta parte del comentario teniendo en cuenta las categóricas palabras de la jurado: ¿Puede hacerse algo? ¿Si se eliminara la entrada...? Pero bueno, sólo me quedará el olor marchito de un buen reconocimiento por un trabajo que he asumido con seriedad.

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