domingo, 21 de agosto de 2011

La Luna de los Días


Quizás fue esa vez cuando te dejé caer de la silla en la que desequilibradamente te balanceabas, porque solo tenías un añito, ¿o añito y medio? La verdad no recuerdo. Le dije a mamá que había sido sin querer y no fue así, tú y yo lo sabemos; no fue así, porque llorabas todo el tiempo, aunque yo no entendía que eso era normal en ti, que sólo querías algo de atención. ¿Pero qué de tus ojos? Había algo en tu mirada que me hacía perder la calma, porque tierna e hipócrita me observabas como queriendo exorcizar mis celos, o cuando dormías con una manecita bajo la mejilla, con esa diabólica inocencia que resultaba ser la mía, en el vacío oscuro de la habitación, mientras ellos te contemplaban orgullosos como si fueses el ángel de sus días, y luego se volvían hacia mí con esa mirada de “ya debemos deshacernos de él”. Y cuando festejaban cada uno de tus breves pasitos al tiempo que sostenían tus pequeños brazos al cielo y los rizos sobre tu frente humedecida se acompasaban con tu leve risita…
     …¿Aun lo recuerdas? Creciste rápidamente mientras me refugiaba en mi cuarto, tras momentos de ira, haciendo dibujos de ti que nadie nunca conoció, y luego, de la nada, aparece en ti ese gusto por pintar tan magistralmente pero que yo no admitía, y te apasionabas por ello desde los tres años, cuando pintabas muñequitos deformes, un solecito sonriente, la casita de tus sueños y círculos por todos lados con un crayón malgastado, de esos que papá te traía. Sí que te apasionabas por ello niña, tanto que yo dejé de hacerlo porque odiaba que te parecieras tanto a mí, odiaba que me imitaras y que ellos volvieran a festejar cada uno de tus grandes pasos a ser la mejor, odiaba que los hicieras felices porque luego se volvían hacia mí con esa mirada de “ya deberíamos deshacernos de él” que se hacía más frecuente cada vez y yo no encontraba ya que hacer… Aunque luego la rutina separó un poco nuestros caminos. Tú elegiste el pincel y muchas mariposas amarillas en el cielo, y yo ocho cigarrillos por día. Sólo representaba una ausencia en la casa. Pero ¿A quien le interesaba ese insignificante detalle? Para ellos tú, niña, siempre tú, sólo tú. Ya no recuerdo la primera vez que levanté la mano contra ti y te dije que eras una maldita bastarda porque encontraste  una de mis cajas de cigarrillos y la enseñaste ingenuamente a papa…
 Quizás por eso te despreciaba tanto. Sé que no comprenderías estas cosas si te las dijera cuando estas despierta. He llagado hasta tu cama en la oscuridad para confesártelas… Pero no me pidas Luna que te explique por qué empuño este cuchillo ensangrentado, porque pronto mamá y papá cruzarán la puerta de tu habitación y se darán cuenta que ya no despertarás, y me lanzaran nuevamente esa mirada de “debimos-deshacernos-de él…” y es que solo ahora lo entiendo niña, eras la luna del día,  pero no de mis días. Sé que mamá morirá de dolor, y que papá me desterrara despiadado a los abismos del olvido que me legaron desde que te  convertiste en la luna que de lejos me contemplaba, porque siempre querías aprender algo de mí. Siempre quisiste estar a mi lado como un rayo de luz.
 Mas ahora me persigue una sombra, la imborrable sombra de ser siempre  un miserable desdichado.                                         
Por Javier Eduardo Córdoba.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comenta esta entrada con críticas constructivas. Y recuerda: escoge bien el sabor de tus palabras, por si alguna vez te toca tragártelas.