domingo, 21 de agosto de 2011

Grotescología

Al enterarse la princesa que el príncipe le era infiel en tierras lejanas, sufrió una crisis que la mantuvo algunos meses en el lecho con una fiebre que no hubiera soportado el más bárbaro de los guerreros. Luego de esto se levantó como si solo hubiera transcurrido una noche de insomnio y llamando a sus doncellas, les ordenó que salieran del castillo y buscaran a todos los mendigos, leprosos, idiotas, asesinos y prisioneros de guerra, dentro y fuera del reino. Cuando sus órdenes fueron acatadas, hizo que metieran en un gran salón a todos los invitados y mandó que les quitaran las ropas. Luego, entrando desnuda, exhibiendo su extraordinaria belleza, los miró a todos y les mando masturbarse pensando en ella. La decadente multitud desconcertada, pero sin la mas mínima muestra de pudor, se puso manos a la obra. Todos agitaban sus miembros sucios y hediondos, como si fueran un par de dados que les darían la fortuna. La princesa, cuando notó que la abyecta jauría estaba a punto de eyacular, se lanzó al piso decorado con exóticas alfombras, y exigió que se vaciaran sobre ella si no querían ser decapitados. Una inverosímil lluvia de semen bañó el rostro de la princesa, y ella, como poseída, abrió las piernas y dejó que el pestilente fluido penetrara en sus convulsivas carnes sin castidad. Todos descargaron hasta la última gota sobre la princesa que yacía extasiada, retorciéndose como una lombriz cuando es cortada en dos mitades; felizmente atrapada en una placenta hecha con las semillas mas degeneradas del reino. Luego, a todos se les entrego su ropa y una moneda de oro para que regresaran a sus miserables vidas. Las doncellas dejaron a la princesa en el salón dos días así como les mandó, y luego la fueron a buscar para llevarla a sus aposentos y cuidarla los nueve meses que eran necesarios para la formación y el nacimiento del pequeño. Cuando pasó el tiempo necesario, en el que se decía que la princesa había enloquecido porque hacía meses no pronunciaba palabra, nació la criatura o como algunos dirían después, ¡Nació el monstruo! Las doncellas al ver lo que venía saliendo del interior de su señora, gritaron y huyeron aterrorizadas porque ninguna de ellas aceptaba que en la naturaleza existiera un ser como aquel que no fuera hijo del mismo Satán. La princesa con las piernas sucias de sangre y jugos amnióticos, siguió pujando para que pudiera terminar de salir la criatura. Pasados unos segundos perdió el conocimiento, pero cuando volvió en sí, descubrió a su hermoso hijo moviéndose en silencio, esperando a que su madre le diera el primer abrazo. Inexplicablemente en ese instante entró en el aposento, el tan esperado príncipe que acababa de llegar de la guerra. Este, viendo lo que yacía sobre las sabanas, lanzó un grito y desenvainó su espada, intentando matar al esperpento. La princesa poseída por la fiebre y la locura lo protegía como si fuera el ser más hermoso en todo el universo. El príncipe no lo podía creer, y furioso le atravesó con la espada el corazón. Luego de apartar el cadáver con desprecio, vio como el recién nacido se retorcía entre las sabanas con hermosa morbosidad. El príncipe no entendía cómo pudo pasar; en la cama yacía un miembro masculino gigante, robusto y lampiño, sin piernas y sin brazos. Una verga obscena con el sexo de una niña. El príncipe no lo podía creer: el bebé era una picha nacida con una pequeña vagina que esperaba desarrollarse para ser desvirgada y crear una nueva raza. Pensó en no dejar jamás con vida a tan despreciable monstruo. Cuando levantó su espada para darle fin a su existencia, el neonato eyaculó sobre sus ojos, dejándolo ciego. La criatura –la verga- escapó rodando por los bruñidos pisos del castillo. Juró en su extraña lengua de erecciones y palpitaciones que se vengaría porque el mundo no supo valorar a esa nueva especie, producto de la imaginación de su santa madre… y sin más, se sumergió en las sucias aguas de la única cloaca que había en el pestilente reino.

Por El Señor Underground 

¿Génesis?

En el principio era el hombre y su aburrimiento, y viendo que podía soñar dioses e ideas superiores a él, se dedicó el primer día a imaginar modelos monstruosos e inverosímiles de divinidad. Al segundo día creó mil dioses que se escondían en cada cosa que le rodeaba. Al tercer día soñó ser el sacerdote y el adorador de esos mil dioses escondidos en el paisaje del universo. Al cuarto día sospecho que sería buena una organización para invocar y suplicar a los mil dioses, y al quinto día soñó el Árbol de la Religión, del que deseó tuviera infinitas ramas con infinitos frutos que se aborrecieran entre ellos por el sinnúmero de sus formas, sabores y colores. Al sexto día se sintió aburrido de “la variedad” y creó a un dios gigante que decía ser el verdadero entre los mil dioses escondidos en el paisaje del universo; éste dios era celoso y aborrecía a todos los dioses. Entonces el hombre soñó que éste dios creyera que era el creador del universo. Viendo el hombre que faltaba poco para el séptimo día, se soñó sumiso y amnésico ante el nuevo dios, dándole poder absoluto sobre el tiempo y el espacio. Al séptimo día, que no careció de un hermoso amanecer, el hombre yacía dormido en una caverna con la apariencia de un mono y la ignorancia del largo camino que ahora le tocaría recorrer: la Evolución.

Por El Señor Underground

Dulce


Toda la tarde comieron dulce en la playa, devorando toda la variedad que les ofrecían los vendedores: caballito, alegría, cocada, de todo. Uno de ellos manifestó su hastío, sin dimensionar la peligrosa presencia de los vendedores de dulce, de quienes recibió una amarga mirada. Una señora se acercó y les ofreció unas empanadas de pollo. “¡Algo con sal, por fin!” fueron las palabras que salieron de la boca de otro. Una imprudencia mayor que la anterior. Aún no se habían dado cuenta de los aguijones que esconden bajo los pantalones, rotos en el fundillo, los vendedores de dulce. Son una especie de prolongación de la columna vertebral, eréctil y punzante. Los vendedores de dulce los fueron rodeando y ellos sentían que con cada mordisco que daban a la empanada de pollo, la furia aumentaba y de cuando en cuando dejaban ver con descaro los aceitados aguijones emergiendo de sus pantalones. Tuvieron que parar. Uno de ellos les ofreció nuevamente un dulce, sin decir una palabra, sólo con una enorme sonrisa en la boca, mientras sentían la puya de los aguijones amenazando romperles la piel. Estuvieron dándoles dulce hasta que se les dio la gana. Comieron de todo: guandú, enyucado, dulce de papaya, de corozo… Al final de la tarde, vaciaron los bolsillos para pagar lo que les exigían… Entonces, la señora de las empanadas, abrió unas alas cimbreantes y voló con un evidente gesto de satisfacción y detrás de ella, todo el séquito de vendedores, hasta algún panal no muy lejano. 


Por William Hurtado Gómez

Un beso, sólo un Beso y un Abrazo

A Kelly’s G. S., quien dibujo mi niñez.

Aquel día el sol lanzó miradas que cegaban. El viento se deslizó por entre las rendijas de las paredes y por la puerta cerrada, llenando la sala de un murmullo suave y caliente. Mami como acostumbraba nos enceró bajo llave en la casa de tablas que alquiló durante algún tiempo. Después de sentir el mordisco final del candado, y  sus pasos alejarse de la puerta, nuestros corazones dejaron de temblar.
En las horas en que se ausentaba éramos como pájaros estáticos en cielo diurno que creen ser estrellas y se sienten libres, felices y no tienen que hablar, caminar, realizar las tareas bajo las órdenes, los gritos y golpes de nadie. En ese momento la casa era nuestra: sólo para mi hermana y para mí. Por eso, la poníamos patas arriba, la desordenábamos de tal manera que únicamente quedaba huella del nuevo hogar; claro, hasta el regreso de nuestra madre. Algunas veces mi hermana era la mamá y yo el papá; sufríamos porque si había para el arroz de piedra y para la carne de hojas verdes, no había para la leche de agua que alimentaba a nuestros tres niños de trapo. Otras veces pasábamos de la disputa siendo contrincantes eternos en la escondida, la peregrina, las chinas, el yoyó o en el balero, al apoyo incondicional siendo los mejores cómplices en las rondas, los programas de televisión y las canciones. Disfrutábamos utilizar la ropa y el maquillaje de mami para representar a las reinas, el público y el jurado del reinado de belleza.
Sin embargo, ese 8 de abril de 1992 no hicimos nada de eso, las patas de la casa estaban intactas. Por algunos minutos, nos sentamos frente al aburrido televisor: estaban dando el noticiero. Al no quedar duda de que mami había desaparecido fuimos en busca de nuestro tesoro. Lo guardamos en la cueva secreta: un hoyo que mi hermana hizo debajo de su cama. El tesoro era una bolsa llena de huesos, recolectados en el ir y venir del colegio,  y una alcancía, hecha por nosotros, repleta de monedas y billetes. Un mes nos llevó reunir tanto lo uno como lo otro, no obstante el dinero exigió un esfuerzo gigante: no gastábamos nuestra plata de merendar en el recreo y, con la condición de que guardaran el secreto si no querían que nuestra madre emputadísima nos pintara a punta de rejo, le pedimos ayuda a cada uno de nuestros profesores con la excusa de que, de no colaborarnos moriríamos de hambre. Todo salió perfecto y allí estábamos recogiendo nuestro esfuerzo.
La bolsa de huesos era para cambiarla en La Tintilililla por bocadillo, esa barra roja y azucarada. La Tintilililla era una carreta de madera conducida por un señor canoso, de ojos saltones, que ofrecía un montón de objetos de plástico y bocadillo a cambio de hueso, hierro, aluminio, cobre, oro, entre otros. Ese bocadillo lo utilizaríamos como provisión inicial para nuestra gran odisea. La alcancía hinchada de dinero la utilizaríamos para comprar comida más pesada y un barco, que nos llevaría a la tierra muy pero muy lejana,  donde se ríe hasta reventar y los animales, las plantas y todas las personas son nuestros amigos. Para no levantar sospechas no cargaríamos con nada, excepto con la ropa que lleváramos puesta. El único inconveniente era que, desde nuestra primera visita a la playa, mi temor al mar no desaparecía. Para resolverlo mi hermana dijo que no me alarmara porque jugaríamos a la gallina ciega, de esta manera mis ojos se mantendrían cubiertos en todo el transcurso del viaje.
Mi hermana siempre fue buena para las matemáticas. De modo que ella se encargó de contar el dinero y yo, al escuchar los repiques del hierro de La Tintilililla entrando en nuestra calle, me puse en marcha colándome por la puerta de escape que habíamos construido en una esquina del patio. Sólo demoré un minuto, así que, con su supervisión, la ayudé. Estuvimos tan entretenidos en nuestro quehacer que la cuenta terminó en par patadas. Nos pusimos de pie con la intención de decirle adiós a la casa, pero nuestros ojos chocaron con una sombra que tapaba la entrada de nuestro cuarto. Tenía aire de estar allí desde hacía mucho. Cuando logramos identificar al fantasma casi desmayamos, nuestros corazones temblaban, sudábamos frío y yo casi me orino: era nuestra madre. Me froté los ojos pero, seguía ahí, imperturbable.
Nunca entendí lo que pasó. No escuchamos el chirrido de la puerta y, además, si siempre regresaba en la noche por qué justo ese día se apareció antes de tiempo. Nos imaginamos lo peor. Yo, con la mirada, le dije a mi hermana que ahora si nos mataría a golpes. Aunque, lo verdaderamente fatal para nuestras vidas fue la desilusión de ver nuestros planes derrumbados. Mami avanzó sigilosa hasta nosotros; su rostro duro, incuestionable, amargo, a medida que daba un paso más iba cambiando. Al estar frente a nosotros se dirigió a mi hermana y en tono manso, cariñoso, desconocido, le pidió explicaciones. Mi hermana le dijo, con voz ronca y temblorosa, que teníamos ese dinero gracias a los profesores y porque ahorramos nuestra plata de merendar. Mami preguntó: Para qué. Mi hermana respondió que para regalársela a ella en el día de las madres. Se arrodilló ante nosotros. Cerré los ojos esperando su severo puño. Pero para mi sorpresa nos abrazó y nos besó las mejillas con tanta ternura que ahora recuerdo exactamente como su piel rozó mi piel; fue la primera y única vez, al menos hasta donde la memoria me deja, que nuestra madre nos untó con su cuerpo y labios húmedos. Se apartó bruscamente, tomó el dinero y dirigiéndose a la salida dijo: ¿No les importa que lo tome antes de tiempo, verdad? Al menos, servirá para una semana.
Mami, al anochecer, sin solicitar ayuda, preparó una pomposa cena y ordenó cepillarse los dientes, orar y dormirse; mi hermana y yo, en medio de la oscuridad de nuestro cuarto, nos oímos respirar, el sueño se había enemistado con nosotros. Me paré de la cama y caminé hacía la de ella. Moviéndose suavemente me invitó a acostarme a su lado. Agarrados de la mano sentimos el mudo sollozo de la noche huérfana. Como un relámpago acarició mi cabello y mejilla y susurró con su voz de amanecer: Llorar no vale la pena porque mañana desarmaremos la casa.  Acerqué mi boquita de entonces a su oreja: Cómo así, ¿La pondremos patas arriba como siempre? No, no, replicó en tono aún más suave, la destruiremos para construir con las tablas, los palos y el techo nuestro barco. Apretamos nuestras manos como atardeceres casi muertos pero hermosamente coloreados. Se escucharon apacibles nuestros corazones, se entrelazaron nuestros cuerpos; nos unimos tanto que cualquiera hubiera jurado que los niños debajo de la colcha remendada eran siameses.


Por Juan Manuel González S.

Segundo asalto: ruda lunación del deseo


Y a los ocho años resucitó de entre los muertos. Así volvió, en silencio, un miércoles de teatro a la plaza de siempre. Era uno de esos amores viejos y risueños, sabía de sobra que después de tantos días de dolor, debía llegar a ella así: callado, sereno y sin avisarle.  El gato desde el techo de la casa, lo escuchó llegar ese día a la plaza.  Allí sentados, el marido respiraba sus suspiros: ¿Por qué no hay registros de las muertes diarias de aves en el mundo? ¿Es que de verdad no interesa que caigan un par de alas de ángeles silvestres?
Preguntas insecticidas de una mujer que desayunó “soledad al marido”. El marido es un artesano de historias para un hijo con ojos grandes, como de muñeca. Mientras caminan hacia la casa en medio de una mañana de ruidos, de escandalosas compasiones para con ella misma, resuena en su cabeza un sol de mil razones que la invita a callar y a dejarse amar por quien quiera que fuera ese marido, a quien ama, con quien es feliz. Pero al llegar a la casa al mirar el mueble y las alfombras de la sala, la sacude el recuerdo: ¿Por qué olvidarían los dioses tocar en la ventana las cinco cuerdas del arpa, donde nace el viento que cura la culpa a puntadas de olvido?
 Al instante llega el niño corriendo, Sara lo abraza, lo besa y le entrega un pancito de queso con bocadillo. Siempre que lo mira, desea que esa vida la hubiera engendrado ella, pero no, sería su hijo sólo por el tiempo no porque fuera carne de su carne. Despide al marido que se marcha en compañía del niño. Al marido, el beso de rigor y una mirada que promete pasión nocturna. Al niño, otro abrazo que dispara amor. Al irse todos, sube a la habitación. Frente al espejo la figura completa de esta mujer que es igual a una esbelta piedra de ruda sensualidad. Mira a su alrededor, se detiene en la cama de madera tendida con la colcha de retazos que hizo la abuela. Se dirige a la ventana y siguen las preguntas: ¿Cuántos gusanos fallecieron hoy? ¿Podrá algún pez morir de vejez?
Suena el teléfono. Cinco pasos, escalera abajo, dos más a la izquierda. Allí la mano alcanza el teléfono. Una voz masculina:
-Sara… sabes que te sueño dibujada de acuarelas en éste mi cielo rojo.-
Aparece el gato, silencioso testigo del desagravio. Su cola le serpentea entre las piernas. Sin un sonido, sin un adiós. Sin furia ni compasión ella cuelga el teléfono. Carga al gato que no es triste ni azul pero tampoco olvida. Sara lo mira con sus ojos quietos, leves y sin azar. Sin más descifra un “te extraño” en el ronroneo de su gato. Su inquietud por los animales era la inquietud por un Hombre Reptil que la asaltaba entre risas y llanto. Entonces el recuerdo de ese cuerpo se encarama en su hombro izquierdo y le cuenta:
-Hace tres santos días que, mano a mano, destrozamos sueños, calles, puentes, mares, cielos, ropas, sorpresas, fechas, sobras… El mundo está escondido dentro de cestas de basura que llaman casas. Si se mueven con llantas entonces son carros o buses. Si vuelan, que no ocurre casi, son aviones.-
Sara camina aún con el gato. Un botón y suena la música. El gato huye. En el aire de la casa, Cibelle con Green Grass. Sara busca la luz del sol de razones. Suben sus manos suaves por su cuello a la cabeza, le apetece seducirse en nombre del recuerdo de ese Hombre Reptil. Se hace pensamiento y viaja hasta el oído de su deseo:
-Están mis labios anhelantes por unos besos náufragos, está la piel encendida, las manos repletas de caricias, las piernas inquietas, el abdomen fragoroso, el cabello extenso pendiente de jalones, los ojos alertas de la más mínima señal de tu deseo, para de ahí extasiarse la mente en inverosímiles recuerdos e intensos anhelos… El cuerpo provoca, necesita, solicita… encuentra tu ausencia y su sola presencia; el sexo abrasado no dará un paso atrás, buscará explotar. La mano responde, llega, le explora, le atrapa, le enciende y todo empieza a entibiar. La mano delicada es ahora fuente de finitos espasmos cada vez más fuertes, cada vez más placenteros… Ahora todo es calor, la boca apretada explota en gemidos, el cuerpo se retuerce mientras una mano lo recorre la otra lo provoca, las piernas parecen no poder explayarse más, el cabello destila un vaho de agradables olores de mujer que sabe a mujer y de repente más calor, más gemidos, más girones, aumentan más, más, más. El cuerpo lo ha pedido y ahora solo quiere más… todo se hace etéreo, me descubro llena de placer en el aire, todo es fuerte. Más jirones, más gemidos. Y aquí la luz apocalíptica del placer todo lo inunda, todo quema hasta el gemido final… tibias aguas circundan y la mano regocijada en ellas se detiene… se relaja… todo acaba.-

  Otro día cualquiera. En el lugar sin cómplices.
Al abrir la puerta halla enseguida la mirada obscena que contrae sus caderas y despierta sus pezones. El beso les resulta cálido pero insuficiente puerta al goce que desviste al otro. Ahora ella con su boca roza el oído del Hombre Reptil que escucha atento con besos las palabras para él. Ella comienza:
- En tu boca suena la noche a luna callada, a estrellas secreteándose el falso destino que nos depara. Los gemidos son aullidos de perros callejeros clamando cariño. Este encuentro pare letras que del insomnio nacen.-
El gato, en su complicidad, escucha y observa callado, atónito lee los vertiginosos pensamientos de Sara y su Hombre Reptil. En el mismo mueble de siempre, despacio, despacito hasta la desesperación, corren susurros que tejen cuerpos con la sorpresa de un ojo que descubre en su sangre el tiempo. Ella le incita:
-De otro cuerpo he recibido ese sorbo de humanidad que me permite estar aquí contigo, que me recuerda que he vivido de sentidos, de mi piel. Pensaba ayer, mientras ejecutaba malabares con mi pierna para cortejar tus ojos, que si acaso mi sonrisa te distrajera, jura no olvidar que tengo un señuelo de dulce andar y que con él he debutado engaños para obtener caricias, este sabe de oportunidades y crueldad, casi tanto como la seducción.-
Bajan sus dedos de reptil tras el recorrido de las arterias de Sara. El tacto de él espanta sombras en su piel. Su cuello late. Siente la agitación catastrófica de las tensiones de piel. En la oscuridad de sus parpados cerrados se dibujan con alientos el encanto para la eterna lujuria de dos sexos sin azar. Con los besos de su mano, Sara le revela la verdad que tienen los amantes grabada en la carne:
 -Es esa húmeda orilla de playa -le secretea-, ese espacio siempre mojado y brillante que se mantiene en el ir y venir de las olas, esa es la fidelidad que a la pasión le profesan los amantes.-
Sin darle tregua a ningún movimiento, continuó en su oído:
-En la vida nada se iguala a santiguar tu sexo. Desde mi boca, con mis manos o sin ellas, te enviste la alegría de lanzarle perversos rezos a tu cuerpo. -
En la huida de las conciencias, entre la amenaza de los espasmos que les llegan y se van, la dama que habita en Sara muere en el verde ácido del toque del Hombre Reptil que la calcina de deseos satisfechos.  Se olvida de palabras la boca, no es posible siquiera que puedan enunciar el bullicio de los cuerpos que se encuentran para renunciar a todo “espaverso”. El Orgasmo es el apocalipsis.
-¿Qué más no queda? – Pregunta el Hombre Reptil en legítima defensa.
-“Gemir es mejor”, tengo fe en esas palabras.- Responde Sara, queriendo callarlo. Justo cuando le llega el espasmo final, ella toma entre sus manos la cara del Hombre Reptil y le explica a su mirada absorta:
-No son las marcas que dejaste en mi pecho ni los rasguños que imprimí a tu cuerpo, no son ellos quienes lo provocan. Aunque estén sangrantes las heridas en los labios por estos besos infernales, también es verdad que nos extrañamos y extraviamos cada vez que consumimos ese hilo dudoso que nos reúne y nos separa. Mi cuerpo te siente en previos, me susurra al oído que pronto todos los que te habitan vendrán a mí. Entonces sueño que me dibujas, me pintas y me escribes. Luego muero en cada una de tus miradas. Tus manos, sintiéndose culpables, me resucitan de un soplo.-
Con la sangre fría o, como le llaman, con estilo, que es lo mismo, Sara se levanta un poco mareada rumbo al baño de la habitación. Como su gato, anda en pasos suaves y sagaces que mueven toda su vanidad. Invita con un beso al Hombre Réptil a seguirla. Escaleras arriba él la detiene. Ella, con su rostro pleno de satisfacción y tranquilidad, no le deja hablar y sigue el camino. Entran a la ducha. Mientras la atrae por la espalda, le sentencia:
-Ya me he lanzado a lo inhóspito de no conocer tu sentir, de no poder hablarte, pues no me escucharás, aunque pueda tocarte todo cuanto quiero. Seremos nubes perseguidas, minutos sedientos de tiempo. Después de algún tiempo, solo tendremos el lento transito del silencio que recordará estos agravios. Solo para que sepas: luego de 8 años, después de tu abandono, me encuentro hoy felizmente casado. Lo bueno es que, viéndote en esta casa, tengo la certeza de que no planeamos dejar de estarlo…-
Sara se voltea y mientras lo besa compasiva, enseguida agrega:
-… así como nunca planeamos encontrarnos nuevamente, no hablemos de los fantasmas pasados ni de los que se fecundan en cada paso. Aquí estoy porque soy feliz en tus brazos y en los días de él. No tengo porque escoger.-              

Por Rafaela Vega.

Poemas de Juan Manuel González S


SI EMBRIAGAS TUS ENTRAÑAS
si embriagas tus entrañas
si pintas tus poros de azul
si abrazas peces y barcos de papel
si retas ciegas noches y ves paraísos
¿Qué será de ti después del éxtasis?


ECLIPSE
                   A Lizeth G. S.
entre labial besados
tetas abrazadas
y olor a noche desconocida jadea:
¿por qué escondernos?
El clímax de un suspiro responde:
porque no somos luna
ni sol

Y SIN EMBARGO
La casa construyó sus huesos
con voces aceradas y amorosas
Utilizó los besos y caricias más gruesos
para pintar los abismos de su cuerpo
Y sin embargo
al menor soplo del lobo
flaquearon sus piernas



DICEN
Dicen que tu cuerpo sucio y muerto
vive entre nosotros
Dicen que la noche te viste con su aliento
mientras amamantas monstruos
Dicen que tu sangre endiablada
recorre pulmones fumados
venas masacradas
piedras amenazantes
vientos que atardecen
bostezos universales
Dicen tantas cosas que
me agrada negar tu existencia
nombrar tu soledad
tan idéntica a la mía
Pero mi sonrisa explota
al saber que algún día evaporado conoceré tu rostro.

Pequeña Biografía Para Cuando Sea Famoso

Para Angélica Álvarez

Tengo nombre aunque no les interesa cómo me llamo. La gente me odia, soy insoportable. Eso dicen porque en realidad quisieran hacer lo que yo hago. No tengo problemas en hacerles sentir que sólo son objetos para mí. Tengo mis sentimientos, pero los he usado tanto que perdí la confianza en ellos. He leído tantos libros, que ya ni me acuerdo de sus nombres. No sé qué me motiva a mover las páginas e indagar en ellas algo que creo buscar, pero que tengo la certeza de conocer de antemano. También los leo porque no tengo más nada que hacer. No me gusta esforzarme por nada. Creo que lo merezco todo. Desde niño pensaba que si me trajeron a este mundo, los que lo hicieron tenían que pagar el precio. Me gusta el rock, el metal y la salsa. Aparentemente no hay nada de parecido en estos ritmos y yo no les voy a dar la respuesta. Me he hecho la paja tanto que tu mente no alcanza a imaginar el nivel de lujuria que soporta mi cuerpo. Soy una máquina de sexo andante. Tantas pajas no me han convertido en eyaculador precoz. Puedo tener sexo durante horas. Para una europea, mi verga es grande, para una costeña, es normal. A mí me da igual. Creo en el amor, pero perdí la esperanza de encontrarlo. No tengo amigas. Si no me dan culo no hablo, así de simple. Podría conversar contigo cuando estoy aburrido, después te mando pa la pinga. No tengo dinero. Me gusta la ropa de marca y nunca he utilizado un par de zapatos baratos, a excepción de esos años de miseria. Los mejores recuerdos de mi vida los tengo de una calle desolada del tercer barrio que parió esta ciudad a la que deberían llamar sauna. Cada vez que llego a su esquina me transporto al pasado donde los pick ups sonaban con las champetas traídas de áfrica. Me gusta la música africana. Olvidé decirlo anteriormente. Mi abuela la muerta, era diosa de otro mundo. Se sentaba con su periódico y a veces me pedía que se lo leyera. Me contaba historias tan extrañas que parecían sacadas de una novela de García Márquez. No conocí al abuelo ni a mi tío del cual tengo el nombre. Dicen que era persona de gran futuro. Murió joven. Lo mismo dicen de mí. Ya estoy muerto. Abuela murió hace poco. No la lloré. Papá tampoco. Él la llora cuando está solo. Él llora casi todo el tiempo cuando está solo. Se arrepiente de su vida, sus acciones y las consecuencias que estas han tenido. Yo no puedo ni pensar en lo que hago. Mi horóscopo chino dice que soy superficial. Yo lo creo. También dice que mi conocimiento es grande, pero que no sé cómo usarlo. Eso también lo creo. En realidad no importa si lo utilizo o no. He tenido dos novias y a unas cuantas les he dado por el culo sin necesidad de perder el tiempo tratando de seducirlas. No sé cómo lo hice. Abuela, donde quiera que estés, te digo que recuerdo las jarras de tinto que nos tomábamos juntos. Hoy sólo me tomo uno pequeño de vez en cuando. Te extraño. Ya no me caías bien cuando te estabas muriendo. Sentía que no eras tú, que esa señora allí sentada no era la Niña Pino que conocí, la que me hablaba de su pasado extraño de casamientos arreglados y huídas por decepción. Haberte casado con un contrabandista exitoso fue tu peor error. En esta familia todos morimos por decepción, por miedo a perderlo todo. Abuelo, por qué tenías que morir dejando a la abuela sola con once hijos a cuestas. Eras egoísta, abuelo. Yo también. Los únicos amigos que tengo los conocí en la calle cuarenta y nueve de este mismo barrio. Para algunos, el infierno. Para mí, el lugar donde aprendí que si soy fuerte e ingenioso, nadie me destruye. Fue allí donde vi el primer bareto bien armado. Nadie arma mejores baretos que los de la calle cuarenta y nueve. James dice que es mi amigo. Llevo trece años andando con él. A veces me pierdo y no le digo nada. Cuando nos encontramos fumamos mucha ganja. He conocido a muchas personas. Ninguna ha logrado un cambio en mí. Mis ocupaciones han sido varias: predicador, barrendero, vendedor de celulares, barman, boy scout, estudiante, capellán, repartidor de dulces, mesero, y ahora escritor. Escribo mierda. No tengo idea del oficio de escribir. Espero llegar a algo con esto. Debo a mis amigos un libro de cuentos o una novela que hable de la forma que enfrentamos la vida juntos hasta que cumplimos cierta edad. A veces pienso que no debería escribirlo. En realidad, fue a mí al que tocó enfrentar todo eso. Ellos eran felices. Yo solo pensaba en escribir y no sabía cómo hacerlo. Por eso me dijeron que grabara todo lo posible, que eso algún día reventaba. Ahora estoy lleno de historias que para muchos parecerían atroces. Yo las gocé. Tengo 24 años, un montón de cosas locas y una cabeza que quiere escribirlas todas. Hubo dos personas a las que herí . Ellas saben quiénes son. Sus palabras fueron iguales. Dijeron que me arrepentiría de lo que estoy haciendo, que soy un niño, que nunca comprenderé el valor de una persona. Ellas no saben cuanto valen para mí. Sobre todo tú, la primera que lo dijo. A veces veo tu rostro y me pregunto qué sería de nosotros si fuéramos amigos, pero después volteo y miro el bareto, inhalo y paso la página del libro. Espero que me perdonen por haber sido así. Aun me sorprende la exactitud de sus palabras. Dos años de diferencia y la misma sentencia con un toque de dolor y seriedad. Espero comprender lo que me estaban tratando de decir. Jugué básquet, fui malo .En Futbol, pasable. En Voleibol, la vacilé. De vez en cuando me gusta salir y pasear por las calles de esta ciudad con la única amiga libre que me queda: mi bicicleta. Hacer una biografía no es fácil, sobre todo cuando tu vida se construye de lo que aparezca. Nada es estable. No tengo apegos. Si lo hago es porque lo siento. Como un grupo de amigos que por casualidad terminan juntos todas las noches, son mis días. No le tengo miedo a nada. Sólo a los golpes. 


Por Fernando Padilla C.

La Luna de los Días


Quizás fue esa vez cuando te dejé caer de la silla en la que desequilibradamente te balanceabas, porque solo tenías un añito, ¿o añito y medio? La verdad no recuerdo. Le dije a mamá que había sido sin querer y no fue así, tú y yo lo sabemos; no fue así, porque llorabas todo el tiempo, aunque yo no entendía que eso era normal en ti, que sólo querías algo de atención. ¿Pero qué de tus ojos? Había algo en tu mirada que me hacía perder la calma, porque tierna e hipócrita me observabas como queriendo exorcizar mis celos, o cuando dormías con una manecita bajo la mejilla, con esa diabólica inocencia que resultaba ser la mía, en el vacío oscuro de la habitación, mientras ellos te contemplaban orgullosos como si fueses el ángel de sus días, y luego se volvían hacia mí con esa mirada de “ya debemos deshacernos de él”. Y cuando festejaban cada uno de tus breves pasitos al tiempo que sostenían tus pequeños brazos al cielo y los rizos sobre tu frente humedecida se acompasaban con tu leve risita…
     …¿Aun lo recuerdas? Creciste rápidamente mientras me refugiaba en mi cuarto, tras momentos de ira, haciendo dibujos de ti que nadie nunca conoció, y luego, de la nada, aparece en ti ese gusto por pintar tan magistralmente pero que yo no admitía, y te apasionabas por ello desde los tres años, cuando pintabas muñequitos deformes, un solecito sonriente, la casita de tus sueños y círculos por todos lados con un crayón malgastado, de esos que papá te traía. Sí que te apasionabas por ello niña, tanto que yo dejé de hacerlo porque odiaba que te parecieras tanto a mí, odiaba que me imitaras y que ellos volvieran a festejar cada uno de tus grandes pasos a ser la mejor, odiaba que los hicieras felices porque luego se volvían hacia mí con esa mirada de “ya deberíamos deshacernos de él” que se hacía más frecuente cada vez y yo no encontraba ya que hacer… Aunque luego la rutina separó un poco nuestros caminos. Tú elegiste el pincel y muchas mariposas amarillas en el cielo, y yo ocho cigarrillos por día. Sólo representaba una ausencia en la casa. Pero ¿A quien le interesaba ese insignificante detalle? Para ellos tú, niña, siempre tú, sólo tú. Ya no recuerdo la primera vez que levanté la mano contra ti y te dije que eras una maldita bastarda porque encontraste  una de mis cajas de cigarrillos y la enseñaste ingenuamente a papa…
 Quizás por eso te despreciaba tanto. Sé que no comprenderías estas cosas si te las dijera cuando estas despierta. He llagado hasta tu cama en la oscuridad para confesártelas… Pero no me pidas Luna que te explique por qué empuño este cuchillo ensangrentado, porque pronto mamá y papá cruzarán la puerta de tu habitación y se darán cuenta que ya no despertarás, y me lanzaran nuevamente esa mirada de “debimos-deshacernos-de él…” y es que solo ahora lo entiendo niña, eras la luna del día,  pero no de mis días. Sé que mamá morirá de dolor, y que papá me desterrara despiadado a los abismos del olvido que me legaron desde que te  convertiste en la luna que de lejos me contemplaba, porque siempre querías aprender algo de mí. Siempre quisiste estar a mi lado como un rayo de luz.
 Mas ahora me persigue una sombra, la imborrable sombra de ser siempre  un miserable desdichado.                                         
Por Javier Eduardo Córdoba.

El Reino de un Día


La Princesa intentaba escabullirse del yugo opresor del rey, quien la entregó en matrimonio para garantizar que el reino-de-un-Día continuara cediendo al rigor del tiempo. Era un ritual ancestral y mitológico que otorga a los habitantes del territorio la oportunidad de presenciar los nuevos días.
Lo cierto es que desposando a la Princesa preservaban que las estaciones del año siguieran el curso debido y, más importante aún, aseguraban librarse de la inmortalidad. Ésta les era conferida de un modo curioso: a cambio de llevar una existencia eterna, una fuerza primordial, ciega e incorruptible, los determinaba a soportar una vida sin el tiempo de marcha, como la imagen de un sueño reflejado por siempre en el espejo, sin actividad física, ajeno a los trámites del azar y detenido en un-Día. Hallarse acechados por tal destino los amedrentaba; preferían optar por las futilidades que daba el mundo en las peripecias de los nuevos días, con su esplendor de dolores y placeres, antes de enfrentar una y otra vez la misma situación, sin que en ella nada haya de nuevo y no poder morir para evitarlo.
Era un pueblo sobrio y desinteresado en cuanto a la posibilidad de buscar un ideal de verdad se refiere. Tenían más curiosidad por las maravillas que les podía despertar el mundo a cada instante, donde parecía aunarse tanto la ignorancia de no saber lo que se percibe, con la admiración y el asombro de despreocuparse por aprehenderlo y desperdiciar ese fenómeno único. Por eso la trascendencia del ritual era irrefutable, porque representaba una necesidad crucial para las creencias de todos, hasta tal grado que en la psique colectiva del reino no había experiencia de otro medio con que salvarse.
Sin embargo, en la noche anterior, cuando el regocijo de los reyes se manifestaba en las mesas del banquete y los cálices esperaban alzarse en vaticinio de buen agüero para la posteridad, la Princesa-del-reino-de-un-Día había elegido rechazar a su prometido. La decisión le llegó al caminar cabizbaja por la alfombra violácea que comunicaba en dirección al altar. Al llegar justo al lado del Príncipe-de-los-reinos-del-Ocaso, levantó la cabeza y vio en su mirada a un ser deforme por la inexorable tristeza de la puesta de sol. A sabiendas de que una vez llevado a cabo el ritual la existencia continuaría siendo tan efímera, rehusó vivirla al lado de él; prefería la inmortalidad detenida en un-Día, que al vago recuerdo de una alegría perdida. Ya convencida soltó el ramo y emprendió la huida.
Al margen de tal situación, el rey ordenó la pronta captura con el fin de obligar a su hija a cumplir con la ceremonia. Le era imposible creer que arriesgara adrede los nuevos días del reino por una fruslería.
Es así como la Princesa-del-reino-de-un-Día corría con lasitud y a pies descalzos por el bosque, con el vestido sucio de barro y los cabellos agitados al aire. La primera aurora de la mañana empezaba a salir por detrás de las montañas del oeste. Se detuvo cuando la bandada de golondrinas en el despliegue de alas ocultó el cielo celeste; en ese momento escuchó en el zumbido de los arboles la voz del rey y en las vibraciones de la tierra el fervor del ejército. Bien pareciera que en cualquier instante iba hacer apresada y forzada a llevar una existencia tan corta como infeliz. Miró en dirección al castillo que se alzaba por encima de un peñascal, y sacó una daga que traía escondida en el corsé del vestido; la empuñó a espera de que la hueste del rey asomara por los recovecos del bosque.  
Estuvo de pie, rígida cual poste, sin moverse hasta que llegó el rey. Cuando lo vio bajar del caballo ensayó acercársele, creía capaz de combatirlo, pero el abucheo del ejército la paralizó hasta el tuétano. No había más oportunidad de huir, se hallaba en una encrucijada, sin salida, deseando merecer alguna; le repugnaba aceptar las ordenes de su padre y encadenarse a un ritmo de vida tan inútil como melancólico. Cruzó por su mente soltar el arma y no oponerse más al destino de su linaje y a la ejecución del ritual, sin embargo, una premonición más intensa la invadió erizándole la piel… Sonrió con el rostro desvaído por las lágrimas y temeraria decidió clavarse la daga en la garganta.
Quedaron enmudecidos. Nunca el reino-de-un-Día había sido testigo de semejante espectáculo; no poseían en su lenguaje de símbolos y etimologías que ahondan el olvido, nada que permitiera especificar el comportamiento de la Princesa. Si bien percibían la muerte, esta sólo se asimilaba a un cerrar de ojos después de llevar una existencia longeva; esa satisfacción menospreciada de envejecer hasta que les era arrebatado el último suspiro.  

Desde entonces la preocupación del rey aumentó y, no era para menos, sin la Princesa el ritual era una ceremonia común y corriente que no suministraba ningún beneficio al reino. Durante varios meses de parsimonia, al borde de llegar a su término la mortalidad que ofrecían los nuevos días, se presionó a los habitantes con la intención de descifrar una salida. A este propósito, el cuerpo de la Princesa fue conducido al templo de los místicos, acostado en una lamina de mármol, tan álgida que parecía construida para hacerla regresar a la vida; una vez ahí fue observada con arrobo, buscaban dar con una respuesta capaz de desentrañar el comportamiento de la Princesa, dado que fue la única que logró salvarse prescindiendo del ritual sagrado.
Los místicos intuían –y esto se lo hacían saber al rey al oído–, que una vez adiestrado el pueblo en ese inexplicable hecho, estarían capacitados para eludir a toda costa la inmortalidad del reino-de-un-Día.   


Por Hernán Grey Zapateiro