domingo, 21 de agosto de 2011

El Reino de un Día


La Princesa intentaba escabullirse del yugo opresor del rey, quien la entregó en matrimonio para garantizar que el reino-de-un-Día continuara cediendo al rigor del tiempo. Era un ritual ancestral y mitológico que otorga a los habitantes del territorio la oportunidad de presenciar los nuevos días.
Lo cierto es que desposando a la Princesa preservaban que las estaciones del año siguieran el curso debido y, más importante aún, aseguraban librarse de la inmortalidad. Ésta les era conferida de un modo curioso: a cambio de llevar una existencia eterna, una fuerza primordial, ciega e incorruptible, los determinaba a soportar una vida sin el tiempo de marcha, como la imagen de un sueño reflejado por siempre en el espejo, sin actividad física, ajeno a los trámites del azar y detenido en un-Día. Hallarse acechados por tal destino los amedrentaba; preferían optar por las futilidades que daba el mundo en las peripecias de los nuevos días, con su esplendor de dolores y placeres, antes de enfrentar una y otra vez la misma situación, sin que en ella nada haya de nuevo y no poder morir para evitarlo.
Era un pueblo sobrio y desinteresado en cuanto a la posibilidad de buscar un ideal de verdad se refiere. Tenían más curiosidad por las maravillas que les podía despertar el mundo a cada instante, donde parecía aunarse tanto la ignorancia de no saber lo que se percibe, con la admiración y el asombro de despreocuparse por aprehenderlo y desperdiciar ese fenómeno único. Por eso la trascendencia del ritual era irrefutable, porque representaba una necesidad crucial para las creencias de todos, hasta tal grado que en la psique colectiva del reino no había experiencia de otro medio con que salvarse.
Sin embargo, en la noche anterior, cuando el regocijo de los reyes se manifestaba en las mesas del banquete y los cálices esperaban alzarse en vaticinio de buen agüero para la posteridad, la Princesa-del-reino-de-un-Día había elegido rechazar a su prometido. La decisión le llegó al caminar cabizbaja por la alfombra violácea que comunicaba en dirección al altar. Al llegar justo al lado del Príncipe-de-los-reinos-del-Ocaso, levantó la cabeza y vio en su mirada a un ser deforme por la inexorable tristeza de la puesta de sol. A sabiendas de que una vez llevado a cabo el ritual la existencia continuaría siendo tan efímera, rehusó vivirla al lado de él; prefería la inmortalidad detenida en un-Día, que al vago recuerdo de una alegría perdida. Ya convencida soltó el ramo y emprendió la huida.
Al margen de tal situación, el rey ordenó la pronta captura con el fin de obligar a su hija a cumplir con la ceremonia. Le era imposible creer que arriesgara adrede los nuevos días del reino por una fruslería.
Es así como la Princesa-del-reino-de-un-Día corría con lasitud y a pies descalzos por el bosque, con el vestido sucio de barro y los cabellos agitados al aire. La primera aurora de la mañana empezaba a salir por detrás de las montañas del oeste. Se detuvo cuando la bandada de golondrinas en el despliegue de alas ocultó el cielo celeste; en ese momento escuchó en el zumbido de los arboles la voz del rey y en las vibraciones de la tierra el fervor del ejército. Bien pareciera que en cualquier instante iba hacer apresada y forzada a llevar una existencia tan corta como infeliz. Miró en dirección al castillo que se alzaba por encima de un peñascal, y sacó una daga que traía escondida en el corsé del vestido; la empuñó a espera de que la hueste del rey asomara por los recovecos del bosque.  
Estuvo de pie, rígida cual poste, sin moverse hasta que llegó el rey. Cuando lo vio bajar del caballo ensayó acercársele, creía capaz de combatirlo, pero el abucheo del ejército la paralizó hasta el tuétano. No había más oportunidad de huir, se hallaba en una encrucijada, sin salida, deseando merecer alguna; le repugnaba aceptar las ordenes de su padre y encadenarse a un ritmo de vida tan inútil como melancólico. Cruzó por su mente soltar el arma y no oponerse más al destino de su linaje y a la ejecución del ritual, sin embargo, una premonición más intensa la invadió erizándole la piel… Sonrió con el rostro desvaído por las lágrimas y temeraria decidió clavarse la daga en la garganta.
Quedaron enmudecidos. Nunca el reino-de-un-Día había sido testigo de semejante espectáculo; no poseían en su lenguaje de símbolos y etimologías que ahondan el olvido, nada que permitiera especificar el comportamiento de la Princesa. Si bien percibían la muerte, esta sólo se asimilaba a un cerrar de ojos después de llevar una existencia longeva; esa satisfacción menospreciada de envejecer hasta que les era arrebatado el último suspiro.  

Desde entonces la preocupación del rey aumentó y, no era para menos, sin la Princesa el ritual era una ceremonia común y corriente que no suministraba ningún beneficio al reino. Durante varios meses de parsimonia, al borde de llegar a su término la mortalidad que ofrecían los nuevos días, se presionó a los habitantes con la intención de descifrar una salida. A este propósito, el cuerpo de la Princesa fue conducido al templo de los místicos, acostado en una lamina de mármol, tan álgida que parecía construida para hacerla regresar a la vida; una vez ahí fue observada con arrobo, buscaban dar con una respuesta capaz de desentrañar el comportamiento de la Princesa, dado que fue la única que logró salvarse prescindiendo del ritual sagrado.
Los místicos intuían –y esto se lo hacían saber al rey al oído–, que una vez adiestrado el pueblo en ese inexplicable hecho, estarían capacitados para eludir a toda costa la inmortalidad del reino-de-un-Día.   


Por Hernán Grey Zapateiro

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