domingo, 20 de noviembre de 2011

Abuelo, sabía que…

En uno de los barrios apartados y desconocidos de Cartagena estaba Leonardo, vestido con pulcritud como siempre, paseando de un lado a otro en la terraza enrejada de su casa. De tanto ir y venir se le había empezado a desgreñar el cabello, esmeradamente peinado hacía el lado izquierdo de su rostro. caminaba cabizbajo y con el ceño fruncido porque sus padres partieron desde muy temprano al mercado a comprar la provisión del mes próximo, y a él lo dejaron en compañía y cuidado de su abuelo Pedro, quien desde hace tres meses vive con ellos por achaques de salud. Aunque el verdadero motivo por el que Leonardo se preocupa e impacienta, es porque no ha podido realizar su actividad preferida de los sábados por la mañana: sacar la libreta de apuntes que guarda en su bolsillo izquierdo y recitarle a su papá las cosas que aprendió en la semana de clases. Eso le dice a Claudia y a Sergio, sus mejores amigos, cuando le preguntan el por qué de la libreta, pero Leonardo que adrede acostumbra omitir secretos, incluso a sus mejores amigos, sabe a la perfección que sólo escribe en la libreta y lee a su padre lo que más le impactó, no importando que sea lo menos importante a la hora del examen. Su padre, luego de escuchar con muecas de interés, le da un fuerte abrazo y escogiendo las palabras le dice, asegurándose de que escuche la madre en la cocina, y el abuelo absorto en sus pensamientos, lo orgulloso que se siente de tener un hijo tan inteligente y juicioso. Y Leonardo, sin modestia, asiente con la cabeza guardada en los brazos de su padre.
El sol empezaba a calentar las baldosas rojas de la terraza, y a Leonardo le brillaban algunas gotas de sudor en su frente y nariz. Finalmente se detuvo y miró a través de la puerta abierta de par en par al abuelo Pedro, abstraído en una silla viendo un programa de animales en la televisión. Se le dibujó una tenue sonrisa y miró al abuelo, esta vez como si aquel señor canoso de ojos perdidos, padre de su madre, vestido como si fuera para playa, fuese el mayor regalo del día. No esperaría más a su papá, así que caminó al encuentro de su abuelo. Mientras camina nota que las piernas del abuelo brillan hinchadas, tal vez porque le prohibieron realizar su actividad preferida: pescar. Parado diagonal a él quiso interrogar la razón por la cual mueve apasionada y constante la boca, pero apenado prefirió ir al grano.
¾                Abuelo Pedro.
¾               
¾                ¡Abuelo!
¾                Sí, hijo –reaccionó, como sacudiéndose un tedio de mil años.
¾                ¿Puedo interrumpirlo?
¾                Tú dirás Leonardito –aceptó, intrigado por el sorpresivo abordaje de su nieto, quien suele ser distante y silencioso.
¾                Abuelo, sabía que… -se interrumpió para sacar la libreta de su bolsillo y abrirla con ambas manos en la parte que necesitaba leer-. Abuelo -repitió, asumiendo una postura como de revelador de misterios universales-, usted sabe cómo se alimenta la aglomeración de diminutas gotas de agua y de cristales de hielo suspendidas a diferentes alturas en las capas bajas de la atmosfera.
¾                ¡Qué, qué!
Leonardo, con la misma expresión de su profesora cada vez que le toca repetir, le tomó la mano al abuelo Pedro y señaló el pedazo de cielo azul manchado de blanco que se encuadraba en la parte superior de la puerta.
¾                ¡Ah… las nubes! Creo que sé de qué se alimentan –dudó, más que por no estar seguro, por seguir hablando con su nieto.
¾                Verá, lo que en resumen ocurre es que… todo hace parte de un ciclo, es decir de un círculo. Entonces, en cierto tiempo del año, de todos los años, el agua de la superficie terrestre, con la ayuda de un fenómeno llamado evaporación, se eleva en forma de gas a la atmosfera, y se eleva y se eleva y se enfría y se transforma en agua. Justo en ese momento la aglomeración se alimenta, para luego descargar lo que se comió. Y así sucesivamente.
¾                O sea, las nubes comen porque son parte de un eterno perro mordiéndose la cola, mm… Leonardito, eso no es así.
¾                Claro que sí. Lo dijo la profesora Rosa Escamilla y yo lo volví a leer en mi libro de naturales –asintió en forma retadora.
¾                Que no.
¾                Que sí.
¾                Yo te diré de qué se alimentan las nubes: de los peces del mar. Yo mismo lo vi con estos ojos que empiezan a ensombrecerse. Las nubes prefieren las noches más negras y solitarias para comer. Noches en que todos sueñan. Yo estuve en una de esas noches, en medio de un mar calmado. De pronto, empezó a estremecerse mi panga y oí sonidos espantosos. A pesar del temblor de mi bote y mi cuerpo, logré alcanzar mi linterna y apunte al lugar de donde provenían los gritos y vi cómo las nubes abrieron unas enormes bocas grises  y absorbían, entre cántaros de agua salada, todos los peces que estaban a su alcance: ballenas, tiburones, delfines, peces espadas, peces sierras, toda clase de pequeños peces, todo. Como es de esperarse esa noche no pesqué nada, sin embargo le dí gracias a Dios porque no fui una presa más de aquella cena exagerada.
¾                Abuelo, usted perdone, pero eso no es así –dijo, negando con la cabeza y cruzando las manos sobre su pecho.
¾                Bueno Leonardito, no puedo darte agua de azúcar para que me creas.  
Leonardo recordó la frase que su padre le repetía a él y a su abuelo: Tú si eres terco. Y se dijo que hoy sí la entendía mejor. Caminó nuevamente hacia la terraza decidido a retar el resplandor y calor del sol y a esperar a su papá. A los pocos minutos el abuelo Pedro había vuelto a entrar en su letargo y Leonardo, ahora con un motivo más, a pasear de un lado a otro en la terraza enrejada de su casa.
                       
POR: JUAN MANUEL GONZÁLEZ SEQUEDA

4 comentarios:

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  2. no joda definitivamente este va de mal en peor

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  4. Juanma siempre me sorprende. Entre otras cosas, me queda sonando lo del agua con azúcar y cómo así es que el niño entiende lo de la terquedad. El poder de la metáfora.

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