Los trazos iban y venían al compás armonioso de contrastes entre luz y sombras, revelando la técnica magistral del dibujante y su lápiz. No dejaba escapar cada detalle observado, capturado por la frecuente semiverticalidad del grafito, en su intento por controlar la intensidad adecuada de los tonos y la ilusión de profundidad que le regalaba el atardecer en su agonía de caída perfecta, sobre un mar que meditaba en su propia serenidad. De la alta ciudad bajaban las últimas líneas curvas de carros y autobuses, como detenidos en el tiempo; todos en una sola sucesión de imágenes calculadas, apreciativamente impecables, que disminuían en la lejanía, dándose a la fuga estática de una noche que aún no acababa de inventarse, y de un horizonte urbanístico de rascacielos, hoteles y demás edificaciones del falso progreso, que parecían querer atraparlos dentro de sus entrañas de concreto.
La escena nocturna se dispuso a predominar. Un aura tenebrista se dispersó por cada recoveco de la mar, ciudad, calles, papel, en trazos de sombreados acechantes, fluidos, que contrastaban con la poca iluminación de la avenida y de los automóviles (en menor número ahora y aún estáticos), en una escala acromática de miedos, persecuciones, muerte imperceptible, que aparecían fugázmente en forma de siluetas de aspectos grotescos, movimientos mecánicos, sigilosos, inmóviles. Huían constantemente de la luz, permaneciendo en la oscuridad en posición de cazadores noctámbulos. La noche desprotegió la ciudad.
Las olas saltarinas se violentaban contra las rocas al otro lado de la avenida. El lápiz se recostó en suave presión sobre el cielo de papel, anunciando que se avecinaba la lluvia en tempestuosa arremetida. Solo dos automóviles en la vía, aunque seguían sin moverse. Las siluetas deformes continuaban apareciendo rápidamente, desapareciendo en el instante, volviendo a refugiarse en la oscuridad por el temor de que los destellos que disparaba la noche cargada revelaran sus rostros. Los dos carros finalmente abandonaron la escena. Una llovizna leve comenzó a pronunciarse en finas agujillas de agua, solo visibles a la luz de las lámparas en la avenida.
El lápiz se dirigió a la altura de la calle. Dos figuras de proporciones armoniosas aparecieron en la estancia, caminando inmóviles, desprevenidas, sin el afán de llegar a algún lugar, disfrutando el espectáculo estruendoso de las olas en las rocas y de las abultadas nubes a punto de reventar sobre la ciudad su más inclemente aguacero. Se fascinaban con cada relámpago que anunciaba el final. Un éxtasis se dibujaba inadvertido en el misterio de sus cuerpos pegados, seducidos entre ellos beso a beso. La llovizna no les importaba, tampoco el lápiz sobre sus labios.
De la oscuridad se desprendió una de las siluetas con un trotecito insospechado, movimientos detenidos que parecían previamente estudiados para ese momento. Con brusquedad se abalanzó intimidante sobre las dos figuras, las cuales retrocedieron espantadas. La imagen detenida denotaba el forcejeo desmesurado que resueltamente ganaría la silueta grotesca, derrumbando a una de las figuras, luego a la otra, dejándolas totalmente inanimadas. Otro relámpago se disparó provocando un gran destello, iluminando el rostro de la silueta que aún estaba frente a los dos cuerpos inertes. Sobresaltado, temeroso, volteó por instinto su mirada satisfecha hacia los ojos de su creador, quien, horrorizado, se vió reflejado a sí mismo en su propia obra. Unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas en el rostro de aquella silueta. El destello seguía detenido en la eternidad del instante, hasta que por fin se apagó, abismando a la ciudad en una fría soledad, dándole paso a la torrencial lluvia. La silueta volvió a perderse en la oscuridad. El artista detuvo casi involuntariamente su lápiz, presenciando la penosa escena de los dos cuerpos armoniosos, tirados en la desolada y oscura avenida.
por Javier Eduardo Córdoba.
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