lunes, 25 de noviembre de 2013

UN CUENTO MÁS

BURBUJAS




Para Evlyn Rodgers.


Esta historia no es para menores de edad, aunque involucre a una niña. Su nombre es Laura, tiene diez años y es inquieta como el fuego. Antes del incidente con las burbujas, era una niña ordinaria. Usted pensará: ¿Qué hay de perverso en una burbuja? La palabra por sí misma no agrega demasiado. Y si me apresuran a contestar, diría que no hay nada de extraño. Pero no se trata de negar o de afirmar. Es prevención. En todo caso, alerte como pueda a todas las niñas. Dígales: <<Cuidado con las burbujas>>.
En la Plazuela de la Santísima Trinidad, una vez fugado el crepúsculo por las azoteas de los edificios, los niños se dispusieron a jugar sin avisar que el duro adoquín todavía caliente, llenaría de ampollas sus pies descalzos. Cartagena había sido atestada de turistas como una botella espera un tapón de corcho. En su mayoría eran aventureros dispuestos a recorrer Latinoamérica con una mochila a cuestas. En cada parada del recorrido necesitaban obtener algún dinero extra de un trabajo ambulante. Como malabares en los semáforos, artesanías en los andenes, y en lo referente a esta historia, con burbujas. Sí, un burbujero. Crear formas de animales con agua de jabón, no es tarea fácil, no se engañe.
Es un viernes cálido y sin brisa. La Plazuela plagada de niños, estudiantes con el apuro de embriagarse, y puestos de comida rápida con un olor chispeante. Como cualquiera, el burbujero montó su negocio repartiendo burbujas por el aire. Nadie se acercaba. Disfrutaban perseguirlas. Entonces se acercaron Laura y una amiga. Pagaron una cuota modesta para divertirse con una escudilla llena de agua de jabón y con un pitillo de refresco con un aro en voluta en uno de sus extremos, el cual hundía en la escudilla y soplaban hasta quedar sin resuello. La burbuja surgía alargada, levitando con lentitud y pesadez por la Plazuela. Sin embargo, una burbuja ya es efímera –comparado con el aleteo de una mariposa–, como para que una caterva de niños adictos a las golosinas, se dispongan a explotarlas con una rama filosa. La amiga de Laura sabía la simpleza del juego: lanzar y explotarlas. Pero Laura observaba con arrobo como el burbujero hacía formas de carros, tortugas y perros. Deseaba con angustia imitarlo. Ser la mejor artista de las burbujas.
Para tal empresa, lo interrogaba antes de soplar el pitillo. Le preguntaba sobre cómo podía aparecer un elefante y sobre el elefante, un pájaro; a lo poco, sin pretensiones, un gusano con varias jorobas. El burbujero no contestaba. Laura copiaba los movimientos, los ángulos de los brazos, la mueca de los labios, pero solo surgía una burbuja redonda y con chichones como una granada que se arrastraba por el piso para estallar con un zapatazo. Mientras las del burbujero llegaban a la cúspide de la iglesia, majestuosa y brillante, se detenían como un ornamento y daban la impresión de explotar cuando aplaudía.
Transcurrieron cuarenta minutos y Laura se vio obligada a devolver el pitillo y la escudilla vacía. La amiga se confundió en la horda de niños corriendo en los giros de un balón. Laura no. Rogaba los secretos del arte de burbujear. Sin más dinero y sin garantías de conseguirlo, sus suplicas eran bagatelas para los oídos del burbujero. Este recogió sus cosas y se cambió a otra plaza. Intentaba reunir la tarifa para una habitación de mala muerte. Laura lo siguió, implorándole como un lazarillo en busca de pan. Laura es muy joven y desconoce que el arte es un trabajo arduo y de una dedicación impresionante, no un secreto rendido a voces.
La noche avanzaba en la ciudad y las plazas fueron abandonadas al ocre de los faroles. Un cielo tornasolado, plano y con una luna de colmillo, consolaba el hambre del burbujero. Al menos llegó a completar para la habitación en una residencia de la calle De La Media Luna. Un edificio descascarado, a partes carbonizado y con gárgolas de prostitutas sobre el umbral de la recepción, contemplando la eternidad en el acordonamiento de reparación del parque Centenario. Laura dejó que pagara con objeto de entrar a la recepción y seguirlo por las escaleras de cuarteados barandales. Se acercó a su habitación y tocó, despacio y numerando cada toque hasta que se franqueó la puerta.
* ¡Por favor! –suplicó, las lágrimas eran finas–. Enséñame.
El burbujero estaba descamisado, el tórax enjuto, maloliente y andrajoso igual al común de los viajantes, pero con unos ojos azules pálidos y el cabello bruno como trigo. Llevaba unos jeans roñosos.
* ¿Por qué tanta insistencia? –inquirió en un español artesanal. Miró el fondo del pasillo por sí las amigas también se habían acercado–. ¡No es fácil ser burbujero!
La catadura de Laura era imponente, convencida y con ese anhelo del que ignora los tormentos de una vocación.
* ¡Quiero dominar las burbujas! –confesó–. Ser la mejor.
El burbujero estuvo callado. De pie en el umbral, atisbaba la piel canela de Laura, su cabello rizado, y unos labios diminutos y rosados. Deducía que no traía dinero.
* ¡Listo! –aceptó. Pero antes que Laura saltara e hiciera un alboroto en el pasillo, la sostuvo por los hombros y con una pronunciación lerda, agregó–: No grites; entra.
Laura afirmó y entró a la habitación. A sus espaldas se escuchó el ruido seco de la puerta contra el marco y el golpe metálico del picaporte.
* Quédate quieta –aconsejó el burbujero, recostando a Laura sobre el catre de colcha mullida–. Yo lo haré todo. Tú tranquila y no grites.
Asintió con sus enormes ojos cafés. El burbujero se acostó a su lado, se desabotonó el jeans, bajándoselo a la altura de las rodillas.
* Cierra los ojos y no grites –dijo, corriendo sus manos dentro del bóxer–. ¡Nada malo te pasará!
Laura obedeció.
En la oscuridad de sus párpados la impaciencia y los nervios de enfrentarse a los secretos del arte de las burbujas, tensionaron sus dedos, apretando, como un paciente mal anestesiado, la colcha mullida. El burbujero hincó las rodillas en el borde del catre, meciéndolo en sus apoyos de acero. Después el catre se estabilizó y no hubo más movimientos. El silencio pasó a ser una respiración agitada y un latido pujante que Laura previno venían del burbujero. Luego, su cuerpo se relajó, dejó de sentir la colcha debajo de su espalda, y escuchó un suspiro de placer al tiempo que parecía estar acostada en una blanda superficie.
* Abre los ojos –susurró el burbujero. Su voz era lejana como si procediera de un piso inferior–. Sin miedo; ábrelos –repitió–: No grites.
Sobre el envés de sus párpados cerrados, se formaron manchas rojas causadas por la luminosidad del bombillo. Un aroma enrarecido acompasó su respiración.
* Vamos, niña –presionó–; ábrelos.
Abrió los ojos despacio. Cuando se acomodó a la luz, se dio cuenta que el bombillo estaba delante de sus narices, pero en el otro extremo de una pantalla cremosa que se interponía a la vista. Respiraba con dificultad, flotando dentro de una burbuja. Flotando por la altura de la habitación incrustada en una burbuja como un muñeco en un tazón de gelatina. Casi rozando el techo, no había nada sosteniéndola, salvo la levitación de la burbuja, observando desde arriba la pequeña y sucia habitación. El burbujero acostado en su catre con las manos ocupadas en su bóxer. En una esquina estaban apiladas una serie de escudillas vacías y tarros sin agua ni detergente, en una inutilidad extraña a Laura, porque desconoce con qué líquido se había formado la burbuja en que flotaba. Una burbuja espesa, pegajosa, traslúcida en partes, y del color blanco de la nata. Una textura que Laura no asimila a la del jabón, pero que se divertía al poder suspenderse en su interior. Siempre con los labios muy apretados.
La burbuja descendía al quedarse quieta y subía a cada pedalazo. Parecía que podía guiarla a voluntad. Estuvo así, flotando por el aire, caminando a gatas, inmersa en la burbuja hecha a la medida, sin prevenir su aproximación a la ventana abierta. Intentó hablar para ser auxiliada por el burbujero, pero la voz hizo ondear la superficie de la burbuja al igual que una piedra tirada en el agua en reposo. Recordó el “no gritar” y se tapó de golpe la boca. Pedaleó, rápido y desaforada para retroceder o frenar, pero la burbuja iba de lleno contra la ventana. Despavorida por no salirse de la habitación y caer sobre la calle, Laura no tuvo más acierto y gritó. Un grito ríspido y urgente. Un grito que primero desató una onda vibratoria por toda la textura de la burbuja, se concentró en el frente para finalmente estallar con un estruendo pirotécnico. Laura cayó de nalgas sobre el suelo.
* ¡¿Qué pasó?! –dijo el burbujero, recobrando la postura por la explosión.
Laura estaba sentada en el suelo, untada por completo del fluido blanco color nata con que el extranjero infló la burbuja. La envolvía como una membrana resbaladiza, escurriéndose por todo su cuerpo.
* Grité –respondió, golpeando el suelo con sus manos–. Me iba a salir por la ventana.
En un conato de ayuda, el burbujero se levantó del catre, subiéndose los jeans. Antes de acercarse, Laura entreabrió los labios como un pez y burbujeó dos esferas diminutas; levitaron a ras de piso y se explotaron en los pies del burbujero.
* Mira –dijo, con el interior de la boca chorreada–. Puedo hacerlo –terminó de decir, expulsando más burbujas–. He aprendido.
La piel amarilla del extranjero se puso más pálida de lo normal. Con terror de témpano comprobó cómo Laura arrojaba burbujas utilizando la sustancia cremosa de su boca. Hacía pucheros con los labios y la lengua entre salida para lanzarlas.
El burbujero agarró lo que pudo de su mochila y huyó del edificio antes que alguien más se enterara y lo detuviera.
Una prostituta que salía de su entrevista en el cuarto vecino, al acecho de la puerta abierta, encontró a Laura jugueteando con su boca. Le impactó la escena y llamó a la policía para que se encargara de la niña. Ni con sus experiencias de hielo y golpes, la prostituta pudo ser capaz de nombrar la sustancia que envolvía a Laura. Pero es que se mostraba contenta y satisfecha frente a lo ocurrido, que a riesgo de causarle un trauma los policías obviaron informarle. Empezaba a burbujear sus primeras figuras, y a pesar que eran torpes, atrofiadas y pesadas, Laura no dejaba de practicar para dominarlas. Lo que causaba más asombro en los espectadores de la estación.
Después del incidente la ciudad repudió los espectáculos callejeros de los extranjeros.
Sin embargo, a las seis de la tarde tañen las campanas de la iglesia y el único espectáculo de la Plazuela es exhibido. Laura aparece haciendo sus figuras de simetría perfecta. Es rodeada por la multitud. Entonces, no nos quedamos rezagados y buscamos un espacio para observar con atento cuidado el primer plano del espectáculo. Lleva un corpiño a rombos de colores con el vientre descubierto, el cabello recogido en dos trenzas, y un bombacho de poliéster carmesí. No lleva agua de jabón ni nada parecido. Ha crecido y su vista es confiable, tranquila y experta. Con una danza mueve el abdomen entre retorcijones como pliegues de una cortina, con el fin de inflarlo y hacer ascender un globo de aire por su esófago. Entonces, agita los brazos como un par de alas y abre su boca para dejar ver la misma sustancia con que fue cubierta en la habitación, gargareando detrás de su lengua como agua en ebullición. Pasa el dorso de la mano sobre su boca en una ilusión y la cierra con un esfuerzo por no atragantarse; estira los labios con las mejillas abultadas y expulsa con un chiflido de neumático desinflado, una burbuja con la forma de un hombre, y de la mano del hombre, una niña. Levitan ligeros y majestuosos por la Plazuela. En ese instante, doblándose en una reverencia estridente de aplausos y flores, Laura es invadida por una orgullo incomparable, porque gracias a haber gritado, es que se ha convertido en una artista de las burbujas.

Hernán Grey Zapateiro

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