domingo, 27 de octubre de 2013

UN CUENTO DE CAIO ABREU

JUANITO Y MARÍA




Cuando tuvo conciencia de lo que hacía, sus dedos ya habían aplastado el botón del portero electrónico. No conocía aquel edificio ni nadie que viviese ahí. Tampoco conocía la calle y si ocurriese algo, como un policía preguntando qué-hacía-allí-aquella-hora, no sabría responder. Sabía que era noche, que era domingo, y no estaba siquiera un poco borracho. Sabía también que no sentía nada especial, ni aun una vaga gana de aventura. Pero eso lo supo muy tarde, pues sus dedos (unos dedos algo gruesos y medio rojizos, que, vistos ahora, parecían raramente independientes) ya habían aplastado el botón, y su voz (una voz también raramente independiente, también gruesa y como que enrojecida por el frío) preguntaba:
— ¿Está María?

— Con la misma — oyó la voz femenina y sonriente saliendo distorsionada por los orificios del aparato.

Fue sólo en el elevador, aplastando el botón del séptimo piso, que se le ocurrió que no conocía a ninguna María (conocía muchas Marías, pero ninguna en especial), que podría no haber entrado, no haber abierto la puerta del elevador, no haber aplastado el botón. Pero nuevamente era muy tarde. El elevador subía, la fórmica amarilla doliendo un poco en los ojos. Cuando abrió la puerta, un rayo de luz en el corredor lo orientó hasta el departamento. Y, todavía entonces, podría haber regresado. De la misma forma que los dedos y la voz, ahora eran sus piernas, independientes, cargándolo hacia la puerta y hacia la mujer que lo saludaba sonriendo:

— Buenas noches — dijo él. Y antes de poder contenerse: — Yo soy amigo de Paulo.

— ¿Paulo? (Pero él tampoco conocía a ningún Paulo, o conocía varios, como todo el mundo, ninguno en especial) — Claro, Paulo. ¿Y cómo va?

La mujer se apartó para que él entrase. Había una lámpara prendida en un rincón, un sofá de plástico rojo imitando cuero, dos sillones iguales, una mesita con ceniceros y ningún cuadro en las paredes.

— Está bien, está muy bien. — La voz seguía diciendo cosas que él no pretendía decir. — Aprobó el examen, está muy contento. —Vio las cortinas un poco mugrientas y, detrás de ellas, el bloque de edificios tapando la visión.

 Agregó: — Incluso está pensando en cambiar el auto por uno más nuevo, del año.

— Qué maravilla — la mujer sonrió nuevamente. — ¿No quieres sentarte?

Él se sentó en uno de los sillones. El plástico frío. Ahora controlaba los gestos, cruzando las piernas despacio y mirando a la mujer por primera vez. Debía tener un poco más de treinta años. Tal vez sea una puta de clase, pensó, acostumbrada a recibir visitas a esta hora. Sacó con cuidado la cajetilla de cigarrillos del bolsillo del saco.

— ¿Fumas?

Ella cogió un cigarrillo. Él revolvió los bolsillos buscando fósforos. No los encontró. Ella cogió sonriendo (sonreía mucho) un enorme encendedor de acrílico morado transparente de la mesita y encendió los dos cigarrillos, primero el de él.

— Me parece que es muy tarde — dijo él.

— ¿Tienes la hora?

— No.

Ella volvió a sonreír, mirando los propios puños.

— Yo tampoco. Hace unos cinco años que dejé de usar. Lo encontraba demasiado neurotizante, nunca lograba estar en un lugar mucho tiempo, siempre queriendo saber si era muy tarde.

Él hizo un movimiento hacia adelante con el tronco, estiró el brazo para alcanzar el cenicero. Ella se adelantó y empujó el cenicero. Después se sentó delante de él.

— Ahora cogí cierta práctica — siguió. — Esté donde esté, sea la hora que sea, soy siempre capaz de adivinarlo. ¿Quieres verlo?

Él hizo que sí con la cabeza, tratando de encontrarlo divertido. Grave, ella cerró los ojos, fingiendo concentración.

— Son las doce y veinte.

— Puede ser — dijo él — ¿No hay como confirmarlo?

— Sólo prendiendo la radio.

Él pensó que ella se iba a levantar para coger el radio (debería haber uno, probablemente a pilas). Pero ella no se movió.

— Yo tenía ganas de tener uno de aquellos radios con reloj incluido, ¿los conoces?

Él hizo que no con la cabeza
.
— Es así: pones el despertador para una determinada hora y eliges una radio. Entonces, en la hora que elegiste, en lugar de hacer ¡trrrrrrrrrriiiiiiimmmmmmm!, el radio se enciende automáticamente y empieza a sonar música.
— Debe ser bueno.
— Es maravilloso. Pero puede coincidir justamente con una propaganda, entonces no es así tan bueno. Pero creo que hay unas emisoras que sólo ponen música, ¿no es cierto?

— No lo sé. Nunca oigo la radio.

— Yo tampoco. Quisiera uno de esos — repitió. — Pero es tan caro. Creo que es cosa importada. Japonesa, americana. Aquí no hay eso — suspiró. — ¿Tomas algo?

— ¿Cómo?

— Te pregunté si quieres tomar algo.

— Pensé que todavía estabas hablando del radio.

— No, ya no estoy hablando más de eso — ella volvió a sonreír, despistada. Ahora estoy hablando de bebidas. Tengo coñac, whisky y chachaza. Con este frío debería tener vino. ¿No te parece que debería tener vino?
— No lo sé. Tal vez.

— Así es, pero no tengo. — De repente la voz sonó medio seca. — ¿Qué prefieres?

— Coñac — dijo. Y se quedó mirando mientras ella se levantaba para ir a la cocina. 

Tenía movimientos mansos, el cabello oscuro un poco desalineado, usaba un vestido largo, de una tela que él imaginó caliente y suave. Miró alrededor, rápido, como si no quisiera que lo sorprendieran. No había casi nada que mirar. El sofá, los sillones, la mesita (superficie blanca de fórmica, piernas de madera), las cortinas, la puerta a la cocina, la puerta al pasillo y la puerta hacia adentro. Cuando volvió la cabeza, ella estaba nuevamente delante suyo, con los dos vasos de coñac. Él bebió.

— Está muy bueno — dijo.

— Calienta un poco, ¿no?

— Sí.

— ¿Tienes frío? — Él iba a decir que no, que ya no tenía, pero ella ya no atendía. —
 Miraba por la ventana antes de que llegaras e imaginaba el frío que debe estar haciendo allá afuera. Las calles están vacías, ¿no?
— Sí que están.

— Y debe haber una pequeña capa de hielo sobre los autos parqueados, ¿no?

— Creo que sí, no me fijé bien en eso.

— Y cuando uno habla debe salir humo por la boca, así, mira. — Ella fumó el cigarrillo, lo apagó y soltó el humo despacio hacia arriba. — Pero allá afuera es aire condensado, no humo — rió. — Lo aprendí en el colegio.

— Es cierto — él concordó. Y apagó el cigarrillo.

Ella dejó de hablar. O loca, pensó él. O puta o loca. Pero ella era discreta y mansa, los cabellos caían en mechas desalineadas sobre la frente, el rostro un poco gastado, las cejas depiladas y corregidas en arco. Las uñas sin pintura, roídas — observó mientras ella llevaba otra vez el vaso a la boca, luego volvía a sonreír, los dientes irregulares, pero claros y pareciendo naturales. Se movió incómodo en el sillón. Si ella no dijese nada en el próximo momento, no sabría cómo actuar. Ella pareció adivinarlo. Puso el vaso sobre la mesa y preguntó:

— ¿Cómo era mismo tu nombre?

— Juan — mintió, la voz brotando antes de cualquier pensamiento.

— Es un nombre simpático. Medio antiguo, ¿no te parece? Nadie más se llama Juan hoy en día. Los chicos suelen llamarse Marcelo, Alexandre, Fabiano, cosas así. Las chicas son Simone, Jacqueline, Vanesa. Lo leo siempre en aquellos partes de nacimiento en el periódico; es lo que más me gusta leer.
Él no dijo nada.

— Hay cada vez menos Marías — siguió ella. — Y cada vez menos Juanes y Paulos. Excepto nosotros, claro. ¿Quieres otro coñac?

Fue entonces que él empezó a sentir como un peligro rondando. Ella había avanzado el busto hacia él. De repente tuvo certeza: ella también estaba mintiendo. Pensó preguntarle, pero la certeza fue tal que no era necesario. Además, la sospecha de que una pregunta así deshiciera todo — ¿Qué? Se levantó.

— Creo que ya me voy.

Ella no dijo nada.
— Es muy tarde.

Ella siguió sin decir nada.

— Tengo que trabajar mañana temprano.

Ella acomodó una de las mechas del cabello. Él se encaminó hacia la puerta. Estiró la mano para abrirla. Pero ella fue más rápida. Antes de que él pudiera completar el gesto ella estaba a su lado, y muy cerca. Tan cerca que sintió contra su cuello un aliento tibio de tabaco y coñac. El dorso de su mano izquierda rozó la tela del vestido largo. Caliente, suave. Bastaba menos que un gesto. Pero ella ya abría la puerta:

— Dicen que si el visitante abre él mismo la puerta no regresa jamás.
Él salió. El corredor de mosaicos helados.


— Vuelve cuando quieras — ella sonrió.

Él dio algunos pasos hacia el elevador. Ella seguía en la puerta. Antes de entrar en el elevador se volvió para encararla una vez más. Y no pudo contenerse.

— No conozco a ningún Paulo — dijo.

— Yo tampoco — ella sonrió. Ella siempre sonreía.
Él aplastó el botón de la planta baja. Pudo retener la puerta un momento antes de que se cerrase para gritar:

— Yo no me llamo Juan.

— Yo tampoco me llamo María — creyó oír.

Pero no estaba seguro. Difícil separar la voz sonriente del ruido de hierros del elevador. Ruidoso, jalando hacia abajo.
En la puerta del edificio, volvió a aplastar el botón del portero electrónico:

— Oye — preguntó — ¿no tienes un radio despertador?

— Por supuesto, en mi cabecera.

La risa llegó distorsionada a través de los pequeños orificios del aparato.

— Y tengo también una botella de vino. Pero ahora es muy tarde.




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