Crear un mundo aparte -pensó mientras en su rostro se asomaba un gesto de inconformidad, como cuando sabemos que ni las lágrimas ni los lamentos pueden cambiar el rumbo de las cosas-, fue la idea más rápida que cruzó en aquel momento por su mente. Y aún dentro del carro, divagaba entre la imagen perfecta para aquel mundo y el camino que sus pasos recorrerían mientras retrocedía al lugar de donde había salido.
Arrepentirse antes de entrar a aquel lugar, nunca lo consideró. Verla era lo único que quería, decirle dos o tres palabras que el tiempo le había robado y que esperaban ser enunciadas aun cuando supiera que no tendrían más refugio que el aire. Mientras pensaba en las palabras que nunca dijo, ya había pasado la puerta principal, iniciaba otra de las tantas torturas que le carcomían en silencio el alma y el corazón; y no se trataba tan sólo de aquel olor a café que se introducía lentamente como una aguja en su estómago sabiéndolo como presagio de lo inevitable, mucho menos lo eran tantas personas desconocidas tocando su hombro y pronunciando una y otra vez esas palabras desgarradoras y sin sentido que en aquel instante no podían faltar. No fue el sentirse presenciar un anti-circo en el que al igual que en sus sueños quedaba terminantemente prohibido por consenso general llevar una sonrisa o un color vivo que pudieran quitarle protagonismo al anfitrión del momento.
Pudo pensar que se trataba de la misma tristeza que desde siempre le asistía, pero esta vez era más que eso, ¿acaso no se trataba de la ausencia? ¡Sí! Efectivamente lo era, era quien la acompañaba, además de una desmedida rabia por no lograr entender lo que sucedía a tan poco pasos de ella. Quizá una respuesta hubiese sido suficiente, o no, a lo mejor no lo hubiese sido, recordó que las respuestas sólo traen más preguntas, y más difíciles. No fueron en vano las miradas que hizo en torno al lugar: sólo percibió simple curiosidad, apoderamiento del dolor ajeno, consideración, pena, consternación, tristeza y sin lugar a dudas la maldita lástima de la que siempre renegaba, esa que llegaba, quiso creer, por añadidura.
No paró de pensar en lo absurdo que sería huir, aquella ausencia la perseguiría donde se ocultara, y ella lo sabía. Ya no se trataba de desafiar, no olvidaba que generalmente las situaciones nos enfrentan a nosotros, y cuando eso sucede, no hay tiempo para tomar el control. Logró acercarse a ella, y la imagen siguió siendo tortura en medio del desierto, porque esa, sería la última vez que la vería con sus ojos aún abiertos, y con aquella sonrisa fingida que conservó hasta el último minuto.
Su compromiso como la más cercana, era cerrar aquellos ojos que se rehusaban a hacerlo, que se negaban rotundamente a ir a otro lugar, a dejar de ver cada movimiento, cada gesto y cada mirada que se arrimara junto a ella. Sabía que el acercar su mano a lo largo de ese rostro era pronosticarse la muerte junto a ella, era sacrificar hasta el último de los sueños que tenía para esperarla durante la noche.
Ese fue el momento en el que logró entender que se le había pasado la vida esperando palabras y abrazos que nunca llegaron, porque no había conocido como quisiera a quienes la habitaron, a quienes habían llegado y se habían marchado. Y fue así que todo pasó tan rápido, y lo que antes había sido claro en aquel momento ya no lo era. No hubo manera de detener el tiempo, ni siquiera de ambientar el mundo que ya había creado para estar junto aquel ser que había sido para ella más que una luz de las que muchos creen salvación.
La mano finalmente había cumplido su misión, había recorrido el pasaje frío del que tanto huía. Y ahora, cuando aquella mujer se había marchado sin dejar rastro alguno, no dejó más que una marca en las palabras y la sensación de cansancio que sostiene el alma y que a cada minuto se acrecienta tratando de impedir que sus estantes se llenen de más ausencias y olvidos.
Xururuca.