A él, que conoce de cucarachas.
Tendida, aprisionada y con los ojos entreabiertos logró desprenderse. Recorrió con la mirada su cuerpo mientras quitaba la sabana que lo cubría. No encontró sorpresa en él, era la misma pesadilla: con cientos de cucarachas en sus pies intentando sin ningún resultado llegar al resto de sus extremidades y sintiéndose acorralada por el olor a muerto que emergían de las moscas que sobrevolaban el espacio. Aquello no estaba tan alejado de la realidad, y la voluntad por mantener aquellas cucarachas alejadas se estaba convirtiendo en el hilo desgastado y podrido de donde cuelga el más pesado saco de arena que no para de tambalearse y de corroer los ojos mientras salpica.
Nunca faltaba en su sueño el sonido de la polilla que roía hasta el más fino pensamiento. La idea de la muerte que llegaba con aquel lento sigilo que aturde, así como el andar de la serpiente deseando no ser descubierta. La negra imaginación que trastorna mientras se pasea por la sangre tomando el mismo recorrido del veneno para rata al tratar de ubicar un refugio en cualquier rincón del cerebro.
En la entrada de su memoria, siempre se mantuvo el enorme pantano espeso y maloliente imposible de cruzar. Sus pies se hundían en él como exigiendo algo que le pertenecía. Reposaba en el aire el mismo olor fétido de donde se desprenden las más repulsivas larvas a punto de reproducirse. Los ciempiés caían sobre ella atravesándole al cabello y escarbando para hallar un reposo húmedo y digno de atacar. Entre el desasosiego, su voz se perdía en el intento por gritar, y los labios impedidos por la llaga del silencio tomaban una forma inútil e indescifrable. En medio de sus pasos sobre aquellas cucarachas aumentaba el reguero de jugos sangrientos y viscosos junto con las desmembradas anatomías. Resultaba inútil el deseo por deshacerse de ellas, era eso precisamente lo que las alimentaba y multiplicaba, por eso el crujir de aquellas vísceras llegaba a sus oídos con la misma intensidad de un taladro devorándole las sienes muy lentamente.
Aquel sueño reposaba entre restos de carne descompuesta en la que no cabía un orificio más para la absurda cantidad de gusanos desesperados que por allí corrían. Le bastaba la misma sensación de aquellos animales carcomiéndole el enredijo de tripas, flujos y mocos que llevaba por dentro para saber que se estaba deshaciendo en el aliento agotado de quien se despide. Reconocía los cuerpos que se acercaban a ella casi sin juicio queriendo llevarla vertiginosamente a perderse en la niebla espesa de su conciencia.
Sabía que se trataba de un sueño y que estaba allí, frente a ella misma, mirándose, custodiándose, tratando de impedir que aquellas cucarachas que cubrían tupidamente sus pies pudieran avanzar mucho más, pero aun así, de sus pies sólo se divisaban algunas de las membranas que recubrían los huesos gracias a que estaban empezando a devorarla completa y sin compasión. Notó que mientras se miraba fijamente, la debilidad y la angustia que había en su rostro, sólo le producía una continua somnolencia, un insistente cansancio. Pasó su mano a lo largo del que era su cabello, a pesar del líquido verde y pegajoso que salía de este. Apareció entonces una calma sin ningún efecto sobre las cucarachas y sobre las hendiduras que ahora la conformaban. Su hondo pecho se hinchó de manera tan acelerada que pareció soltar un engañoso suspiro de esperanza. En aquel preciso instante se vino abajo un trozo de su cuerpo envuelto entre un sinnúmero de hormigas y gusanos, gracias al estado de putrefacción en el que se encontraba. Fue ahí, en medio de tanta materia triste y mortal donde se dio cuenta que algo empezaba a tomar forma, que aquello de lo que tanto había huido empezaba a aferrarse a sus párpados como las marcas que dejan las sanguijuelas a su paso.
Xururuca