domingo, 20 de noviembre de 2011

Poemas

Parado a la orilla de un rio
Se encuentra Dios
Pensativo, impotente
Un rio que no va a ningún lado
Pero aun asi arrastra sus cadáveres.


El arroyuelo nunca es igual a si mismo
Su última, absoluta esencia
Es la piedrecilla que atraviesa su eterno viaje

Ritual maravilloso
Verano de los niños a orillas del alma.







 Javier Córdoba Cuevas.

EL PAGO DE JESÚS

Mientras se desangraba por todos lados, Cristina recordaba cómo se había metido en aquel lío. La noche anterior se arregló como todos los fines de semana, sacó del closet su traje de puta más sugerente, y estaba consciente de ello; sin hacer el más mínimo caso a lo que le decía su madre, se fue dispuesta a encontrar uno o tal vez dos hombres que le quitaran por enésima vez su virginidad.
     Llegó a un bar de prostitutas miserables y hombres desesperados, esperando calmar rápidamente la sed insoportable que le estaba incinerando el cuerpo por dentro. Sin perder el tiempo, observó a todos los hombres buscando a su víctima y como una pieza sobrante del rompecabezas miró a un joven que parecía haber salido de un cuento de hadas, era demasiado hermoso y muy inocente para atreverse a ir a ese lugar; aunque debió tener en cuenta ese pequeño detalle, no se detuvo a pensarlo.
     Se acercó al rincón desde donde el joven miraba a todos con timidez, al llegar lo besó de sorpresa en la boca y le dijo sin preámbulo: - ¿Nos vamos de aquí?-. El muchacho un tanto desconcertado, pero con satisfacción por dentro, le dijo: -Está bien, vamos a mi casa.
     Apenas llegaron, se le lanzó al joven y comenzó a meter sus manos por donde no debía, él sólo la dejaba. Ella tomó las manos del muchacho y las metió en su entrepierna, mientras él sonreía, pero sentía en ese momento que su estomago no soportaría más; así que la detuvo, la tomó por los hombros y le preguntó: -¿Crees en Dios?  - Si creyera en Dios no estaría aquí, sería como Magdalena y yo soy una descarada que no cobra.
     El joven la miró extrañado y le pidió que esperara un momento, al regresar la tomó por sorpresa y la golpeó en la cabeza tan fuerte que la mujer no tuvo tiempo de ver con qué. Qué sorpresa se llevó Cristina cuando despertó y a sus pies había un charco de sangre que salía de sus manos, sus pies, su cabeza y muchos lugares más.
     Gritaba como psicótica porque el muchacho hermoso e inocente la había clavado de manos y pies a la pared, no se explicaba cómo no había podido sentir semejante dolor hasta cuando despertó; ahora estaba sola en ese cuarto enorme pensando entre su dolor, en lo que había pasado. El joven apareció de repente, pero su rostro  había cambiado, traía en sus manos la Biblia y un pedazo de metal caliente con el cual marcó a Cristina en el costado. Le empezó a leer un capitulo de la Biblia mientras ella agonizaba, al terminar le dijo: -No te preocupes, esto es sólo una manera de enseñarte que Dios está en todas partes; y aunque no cobres, Jesús mi señor te está pagando.
     En su desesperación, Cristina soltó una de sus manos, que se desgarró por completo y le aumentó el dolor que ya sentía; pero en su mente de puta sólo había algo, dejó de gritar soportando el dolor y le dijo al muchacho: - La próxima vez diré que sí creo en Dios. Él negó con la cabeza, tomó un cuchillo filoso y lo último fue el grito desgarrador de una puta sin costo.
                                                                                                                     María Alejandra Zambrano

Abuelo, sabía que…

En uno de los barrios apartados y desconocidos de Cartagena estaba Leonardo, vestido con pulcritud como siempre, paseando de un lado a otro en la terraza enrejada de su casa. De tanto ir y venir se le había empezado a desgreñar el cabello, esmeradamente peinado hacía el lado izquierdo de su rostro. caminaba cabizbajo y con el ceño fruncido porque sus padres partieron desde muy temprano al mercado a comprar la provisión del mes próximo, y a él lo dejaron en compañía y cuidado de su abuelo Pedro, quien desde hace tres meses vive con ellos por achaques de salud. Aunque el verdadero motivo por el que Leonardo se preocupa e impacienta, es porque no ha podido realizar su actividad preferida de los sábados por la mañana: sacar la libreta de apuntes que guarda en su bolsillo izquierdo y recitarle a su papá las cosas que aprendió en la semana de clases. Eso le dice a Claudia y a Sergio, sus mejores amigos, cuando le preguntan el por qué de la libreta, pero Leonardo que adrede acostumbra omitir secretos, incluso a sus mejores amigos, sabe a la perfección que sólo escribe en la libreta y lee a su padre lo que más le impactó, no importando que sea lo menos importante a la hora del examen. Su padre, luego de escuchar con muecas de interés, le da un fuerte abrazo y escogiendo las palabras le dice, asegurándose de que escuche la madre en la cocina, y el abuelo absorto en sus pensamientos, lo orgulloso que se siente de tener un hijo tan inteligente y juicioso. Y Leonardo, sin modestia, asiente con la cabeza guardada en los brazos de su padre.
El sol empezaba a calentar las baldosas rojas de la terraza, y a Leonardo le brillaban algunas gotas de sudor en su frente y nariz. Finalmente se detuvo y miró a través de la puerta abierta de par en par al abuelo Pedro, abstraído en una silla viendo un programa de animales en la televisión. Se le dibujó una tenue sonrisa y miró al abuelo, esta vez como si aquel señor canoso de ojos perdidos, padre de su madre, vestido como si fuera para playa, fuese el mayor regalo del día. No esperaría más a su papá, así que caminó al encuentro de su abuelo. Mientras camina nota que las piernas del abuelo brillan hinchadas, tal vez porque le prohibieron realizar su actividad preferida: pescar. Parado diagonal a él quiso interrogar la razón por la cual mueve apasionada y constante la boca, pero apenado prefirió ir al grano.
¾                Abuelo Pedro.
¾               
¾                ¡Abuelo!
¾                Sí, hijo –reaccionó, como sacudiéndose un tedio de mil años.
¾                ¿Puedo interrumpirlo?
¾                Tú dirás Leonardito –aceptó, intrigado por el sorpresivo abordaje de su nieto, quien suele ser distante y silencioso.
¾                Abuelo, sabía que… -se interrumpió para sacar la libreta de su bolsillo y abrirla con ambas manos en la parte que necesitaba leer-. Abuelo -repitió, asumiendo una postura como de revelador de misterios universales-, usted sabe cómo se alimenta la aglomeración de diminutas gotas de agua y de cristales de hielo suspendidas a diferentes alturas en las capas bajas de la atmosfera.
¾                ¡Qué, qué!
Leonardo, con la misma expresión de su profesora cada vez que le toca repetir, le tomó la mano al abuelo Pedro y señaló el pedazo de cielo azul manchado de blanco que se encuadraba en la parte superior de la puerta.
¾                ¡Ah… las nubes! Creo que sé de qué se alimentan –dudó, más que por no estar seguro, por seguir hablando con su nieto.
¾                Verá, lo que en resumen ocurre es que… todo hace parte de un ciclo, es decir de un círculo. Entonces, en cierto tiempo del año, de todos los años, el agua de la superficie terrestre, con la ayuda de un fenómeno llamado evaporación, se eleva en forma de gas a la atmosfera, y se eleva y se eleva y se enfría y se transforma en agua. Justo en ese momento la aglomeración se alimenta, para luego descargar lo que se comió. Y así sucesivamente.
¾                O sea, las nubes comen porque son parte de un eterno perro mordiéndose la cola, mm… Leonardito, eso no es así.
¾                Claro que sí. Lo dijo la profesora Rosa Escamilla y yo lo volví a leer en mi libro de naturales –asintió en forma retadora.
¾                Que no.
¾                Que sí.
¾                Yo te diré de qué se alimentan las nubes: de los peces del mar. Yo mismo lo vi con estos ojos que empiezan a ensombrecerse. Las nubes prefieren las noches más negras y solitarias para comer. Noches en que todos sueñan. Yo estuve en una de esas noches, en medio de un mar calmado. De pronto, empezó a estremecerse mi panga y oí sonidos espantosos. A pesar del temblor de mi bote y mi cuerpo, logré alcanzar mi linterna y apunte al lugar de donde provenían los gritos y vi cómo las nubes abrieron unas enormes bocas grises  y absorbían, entre cántaros de agua salada, todos los peces que estaban a su alcance: ballenas, tiburones, delfines, peces espadas, peces sierras, toda clase de pequeños peces, todo. Como es de esperarse esa noche no pesqué nada, sin embargo le dí gracias a Dios porque no fui una presa más de aquella cena exagerada.
¾                Abuelo, usted perdone, pero eso no es así –dijo, negando con la cabeza y cruzando las manos sobre su pecho.
¾                Bueno Leonardito, no puedo darte agua de azúcar para que me creas.  
Leonardo recordó la frase que su padre le repetía a él y a su abuelo: Tú si eres terco. Y se dijo que hoy sí la entendía mejor. Caminó nuevamente hacia la terraza decidido a retar el resplandor y calor del sol y a esperar a su papá. A los pocos minutos el abuelo Pedro había vuelto a entrar en su letargo y Leonardo, ahora con un motivo más, a pasear de un lado a otro en la terraza enrejada de su casa.
                       
POR: JUAN MANUEL GONZÁLEZ SEQUEDA