lunes, 28 de febrero de 2011

PASOS PARA LLEGAR A SER FLOR

Su respiración entrecortada resuena por toda la calle principal y por las puertas y ventanas que se cierran a su paso. Sus pies repletos de temor, cansados, torturados, golpean de tal forma el pavimento que parece que se hundieran en arena movediza. El aire palidece en sus pulmones, el sol lo ciega, los verdugos que lo han perseguido por más de una hora siguen pegados a su sombra. Sus piernas desfallecen ante la ilusión de la meta inexistente. Su energía se agota como los sabores dulces en tiempos amargos. Quisiera pensar que lo acaecido a él y a su familia no es más que un sueño, el peor de los sueños. Quisiera calmarse y concentrar fuerza de voluntad para despertar. Cierra los ojos como un niño esperando la desaparición de la noche. Su corazón ha dejado de cabalgar. El sudor ha dejado de correrle. "Sólo fue una pesadilla", se dice. Abre los ojos y ve matarratones, maleza y la fachada trasera de una casa magullada por el tiempo, la polilla y la pólvora. Intenta mirarse pero no puede. Con la ayuda del agua estancada en  las fosas que invaden el patio logra reflejarse: es una, sólo una de las flores del oxidado mango que alumbran la soledad del cielo.

POR: JUAN MANUEL GONZÁLEZ SEQUEDA

domingo, 27 de febrero de 2011

JUEGO Y SECRETO

En la vieja casa de los Cordelli había una habitación a la que se entraba para morir, para pasar al mundo de los nunca más recordados.

Quien lo diría. Era la casa más hermosa de la calle, se le cuidaba cada detalle con la dedicación de un artista cuya obra se veía reflejada en un pintoresco jardín de rosas. En las columnas reposaban macetas con helechos que adornaban la entrada, alzándose verdes y elegantes, como dando la bienvenida a todo aquel que visitaba a los Cordelli con el deseo de ingresar en la habitación del olvido.

Simplemente, la persona que quería dejar de soportar el peso de sus fracasos, reposaba en la única cama que había en el cuarto, movía un poco su cuerpo como buscando el punto mas cómodo y, finalmente, cerraba sus ojos, para así ser olvidada por aquellos que una vez la amaron.

Todos los días, al caer la tarde, yo iba a jugar con los hermanos Cordelli. No es que fueran muy interesantes, pero desde que me contaron aquello que consideraban un secreto, no dejaba de visitar la vieja casa. Eran unos chicos traviesos y persistentemente buscaban la manera de entrar de incognitos en la habitación que les era vedada, aún conociendo el castigo por intentar descubrir el arcano oculto de la muerte. Siempre notaba que sus padres se apresuraban preocupados a alejarlos de la estancia. Lo que para los hermanos era un inocente juego de curiosidades, para los señores Cordelli significaba algo más, algo que nunca querían revelar.

Pero aquel día fue extraño, lo que sentía como curiosidad pronto se convirtió en temor cuando los chicos me contaron que su abuela había previsto su entrada al cuarto. Entonces ¿cualquiera podría caer en la tentación de entrar en dicha recamara? Pensé en ese instante.

A pesar de ese temor, me deje llevar placenteramente por la imaginación a ese instante en que la abuela Cordelli daría el último suspiro. Era el momento, atravesé un largo pasillo hasta encontrarme frente a frente con una puerta blanca. El tiempo allí se detuvo, mis dedos empujaron suavemente para dejar entrever unos pies tendidos pesadamente en una cama, luego su cuerpo, que se movía incomodo ¿De qué se trataba todo en realidad? Quería saberlo. La puerta se abría un poco más, como un libro ansioso por mostrar la verdad que tanto has buscado. Hasta que algo la detuvo bruscamente.

Más allá de acomodarse en una cama, nunca logre conocer la manera como sucedió lo misterioso de la muerte. No volví, por cierto, a visitar la vieja casa desde el día en que los Cordelli me sacaron agarrado por las orejas. Y como los años pasaban, ya no quise jugar con los hermanos, temía que me invitaran a entrar en aquel cuarto. Admito que en ciertos momentos de mi vida, nunca habría podido rechazar esa invitación.

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POEMA

En mis bolsillos se pudren
sucesión de momentos,
aun sin retornar
al fluir de las venas rotas.
                                                                                                      
Javier Córdoba